sábado, 15 de diciembre de 2012

El mérito verdadero.

    Doña Soledad Rodríguez era una señora ejemplar: esposa modelo de virtudes, madre amante y cariñosa, protectora incansable de los pobres y consuelo de los afligidos. Dueña de una fortuna cuantiosísima, no conocía el lujo ni el esplendor. Tanto por la sencillez de su traje como por la de sus costumbres, nadie hubiera adivinado en ella la importante cuantía de sus rentas.



    Mil veces se ha afirmado que con el oro no se puede comprar la dicha, y es esta en efecto, una gran verdad. Doña Soledad no vivía feliz. En vano intentaba su buen esposo tranquilizarla; no era posible llevar un rayo de alegría a su corazón apesadumbrado.

    Ya me parece que oigo preguntar a más de uno:-Pero, ¿cuál era la causa de sus pesares? -Pues era… su hija. Una niña de doce años en quien la bondadosa señora veía feísimas inclinaciones.

    Rosita (que así  se llamaba la niña) era muy despabilada, soberbia con los criados, desatenta con todo el mundo, y nunca dio a sus papás la menor prueba de gratitud. Por otra parte, los pobres le repugnaban, y sólo pensaba en la satisfacción de sus locuras y vanidades. Cifraba todos sus goces en el estreno de un traje, en la compra de un sombrero o en asistir a una función de teatro. Si sus papás hubiesen querido complacerla, ni siquiera hubiera aprendido a leer. Raro era el día que no hubiese un disgusto en la casa al acercarse la hora de ir al colegio, porque Rosa decía sentirse enferma o pretestaba cualquier tontería. Hasta intentó, varias veces, calumniar a sus celosísimas profesoras. Pero cómo sus papás conocían las aficiones de la niña y no ignoraban de cuánto era capaz, claro está que no le permitían la satisfacción de sus malos deseos.

    Era a mediados de Abril cuando sucedió lo que voy a contar:

    Rosita había estado enferma de verdad, y, para acelerar su restablecimiento la familia se trasladó al campo, a una de sus quintas más hermosas. Diariamente, por la tarde, daban un buen paseo, ya recorriendo los sembrados, ya siguiendo los senderos que serpenteaban entre prados y riberas. La sencillez de la vida campestre no era del agrado de Rosita.

    Una tarde, por fin, apareció más animada que de costumbre, y se entretuvo cogiendo violetas, con las que formó un hermoso ramo. Al acercarse a su mamá, le dijo cómo satisfecha de su obra: -Huele, mamá… ¡Qué aroma más delicado! ¿Has observado que estas florecillas parecen esconderse entre las hojas, cómo vergonzosas de su perfume?

    -Sí, hija mía; son las flores que más admiro, porque veo en ellas la imagen del mérito verdadero. Aprende lo que te enseñan estas florecillas. El mérito real, el positivo, el mérito verdadero está siempre oculto, puesto que consiste en las bondades de nuestra alma. Los trajes vistosos, los paseos callejeros, las joyas, los teatros sólo pregonan nuestra vanidad y la ausencia de los sentimientos que nos acercan a Dios.


    Y Rosita, roja cómo una amapola, bajó los ojos avergonzada.