miércoles, 31 de julio de 2013

Mariana de Pineda.



    (Granada, 1804-id., 1831) Heroína española. Viuda y madre de dos hijos de corta edad, fue denunciada por haber bordado en una bandera la leyenda «Ley, Libertad, Igualdad» y acusada de pertenecer a una conspiración liberal. Al negarse Pineda a delatar a sus supuestos cómplices, Pedrosa, miembro de la Chancillería de Granada, y según la leyenda, secretamente enamorado de ella, decretó su ingreso en prisión. En medio de las protestas de la población, fue juzgada y condenada a morir a garrote vil. La sentencia se ejecutó en el Campo del Triunfo de Granada, mientras la bandera que había bordado era quemada. Mariana de Pineda se convirtió pronto en heroína y mártir de la causa liberal, hasta el punto de inspirar numerosas canciones.

    Nacida en el seno de una familia noble de Granada, segunda hija natural del capitán de navío de la Armada D. Mariano de Pineda Ramírez y de Dña. María de los Dolores Muñoz y Bueno, viene al mundo en la granadina Carrera del Darro el primer día de septiembre del año 1804. Huérfana desde los quince meses de edad, su infancia fue difícil por la temprana muerte de su padre y por adversas circunstancias  familiares. Su tío D. José de Pineda ejerció de tutor y, poco después, fue confiada a un matrimonio sin hijos. los 15 años, Mariana de Pineda contrajo matrimonio con D. Manuel de Peralta y Volte, (liberal perteneciente a la logia masónica y próximo al círculo constitucionalista del conde de Teba), natural del granadino pueblo de Huéscar, en la Iglesia de Santa Ana. Era el 9 de octubre de 1819. Transcurrían los años duros del primer periodo absolutista fernandino. De este matrimonio nacerían un niño y una niña. Pero Mariana enviudó tras tres años de vida feliz. Posiblemente esta temprana viudez fue la que la incitó a una vida militante a favor del liberalismo. De su marido y del ambiente en que se movía aprendió la consigna: LIBERTAD, IGUALDAD, LEY.

    Al fallecer su marido en 1822, continuó frecuentando los ambientes liberales en el contexto de la Década Ominosa (1823-1833) que siguió al Trienio Liberal (1820-1823) tras la invasión de los Cien Mil Hijos de San LuisEn 1823, después de un breve periodo de vigencia de la Constitución de Cádiz, Fernando VII inició su segunda etapa absolutista, la llamada "década ominosa" (1823-1833). Serán años de terrible represión a los liberales. Como en otras ocasiones, en Andalucía -y por supuesto en Granada-se preparó una conspiración contra el régimen absolutista. De una manera muy inteligente, la valerosa Mariana de Pineda se implicó en la preparación del movimiento revolucionario.

    La implicación de Mariana de Pineda en un complot constitucionalista, descubierto en 1826, y en el que actuaba como intermediaria entre los liberales granadinos y los exiliados de Gibraltar, levantó las sospechas del alcalde de la ciudad, Ramón de Pedrosa y Andrade. Éste, que ejercía además el cargo de subdelegado principal de policía, había sido comisionado en Andalucía oriental por el ministro de Justicia, Tadeo Calomarde, para reprimir cualquier intento de alzamiento en favor de la Constitución de 1812. Detenida por las autoridades, Mariana de Pineda fue sometida a juicio y posteriormente absuelta al alegar ignorancia del contenido de las cartas y otros documentos hallados en su domicilio.

    Sin embargo, cuando en 1828 preparó con éxito la fuga de su primo Fernando Álvarez de Sotomayor, comandante del Ejército que había sido condenado a muerte por su implicación en el levantamiento de Riego (1820), Mariana de Pineda fue detenida bajo el pretexto de haber dado a bordar una bandera morada con la inscripción «Ley, Libertad, Igualdad», que había de servir de enseña para un proyecto revolucionario.

    Tras diversos intentos de fuga y ante la negativa de Mariana de Pineda de delatar a sus presuntos cómplices, fue recluida en el convento de Santa María Egipciaca y, tras un simulacro de juicio, condenada a la pena máxima. De nada sirvieron los alegatos que en favor de la joven dirigió un sector influyente de la ciudad a Fernando VII, pues la sentencia se cumplió el 26 de mayo de 1831 en el granadino Campo del Triunfo. Poco después, vendría la amnistía a los liberales, y en España la práctica liberal continuaba su tortuoso camino. Casi de inmediato, la leyenda popular convirtió a Mariana de Pineda en símbolo de las libertades y protagonista de romances de ciego.

Fuentes:Wikipedia.

martes, 30 de julio de 2013

The tea time.


La hora del té.

    Todas las tradiciones son importantes. En todos los países hay tradiciones que han pasado de siglo a siglo, y que se han mantenido hasta hoy en pleno siglo XXI. No hay persona o turista que no se haya quedado encandilado con algo que ha salido en series de televisión o películas inglesas donde se llevaba a cabo la famosa tradición de la hora del té.
    A pesar de estar en extinción por la rapidez y los horarios de nuestra sociedad actual, la parte old-fashioned y añorada de la sociedad inglesa sigue manteniendo la tradicional hora del té, aunque tiene tendencia a ser en ocasiones especiales. Se siguen viendo señoronas bien vestidas y tiesas tomándose sus tés y siguiendo un protocolo digno de la corte. También, los pertenecientes a las clases trabajadoras, siguen teniendo el tic de ofrecerse una taza de té cuando las cosas se tuercen.
    El Té de las 5 o en su idioma original “Afternoon Tea” es parte de una tradición inglesa en las altas esferas de la monarquía, aunque los ciudadanos ingleses que siguen la tradición también toman su té a las 5 de la tarde todos los días, como parte de un ritual, acompañado por un “muffin”, para disfrutar de esta hora.
    Hoy en día, la hora del té se ha vuelto muy tradicional en las altas esferas y en la clase media, sobre todo de 3 a 5 donde se comparte con los compañeros o con la familia. Pero este té, que es acompañado con sándwiches o pastas, es prácticamente como un entremés entre el almuerzo y la cena.
    La tradición es también seguida por ciudadanos ingleses que no son de la monarquía o las clases altas, son ciudadanos comunes y corrientes que trabajan y se ganan la vida, pero también desean darse un respiro con la hora del té. A otros ciudadanos, les es imposible disfrutar de la hora del té, por sus respectivos trabajos.

Historia viva.

    Los ingleses siguen arrastrando parte de la tradición tetera que empezó en el siglo XVII.
    La importación del té a Gran Bretaña empezó en 1660, cuando la esposa del rey Carlos II, se aficionó a esa bebida y extendió su gusto al resto de la corte. A partir de ese momento empezó el comercio con Asia para importar al antiguo puerto de Londres los diferentes tipos de té que, almacenados en las "warehouses" situadas a orillas del rio -actualmente convertidos en lofts de primera clase- llegarían a todos los puntos de este país.
    En 1706, Thomas Twining comenzó a venderlo en el Tom’s Coffee House de Londres, donde se reunían integrantes de la realeza, aristócratas y terratenientes a tomar una bebida que sólo estaba al alcance de las clases más pudientes, su precio era altísimo.
    Las damas no tenían acceso al lugar, razón por la cual enviaban a sus criados a comprar la codiciada infusión. Hacia fines del siglo XVIII, Richard Twining permitió que esta bebida se convirtiera en una infusión accesible al gran público, tras lograr que la Corona eliminara los altos impuestos que lo gravaban.
    En la década de los cuarenta del siglo XIX, Anna-María Stanhope Russell, 7ª Duquesa de Bedford (1783-1857), transformó la costumbre de tomar el té que, habitualmente, se servía como simple bebida refrescante o caliente -dependiendo de la estación del año-, convirtiéndolo en el principal ingrediente de una merienda ligera de la tarde, el "Afternoon Tea", que se servía entre las tres y las cinco.
    En el Reino-Unido, durante esa época de apertura económica, de revolución industrial y de libre cambio, el ritmo de las comidas consumidas en el curso de la jornada dependía de diferentes factores culturales, económicos y sociales.
    La élite británica se ponía a la mesa una media de dos veces al día. El desayuno, tomado poco después del despertar, y la cena servida al principio del anochecer. La hora de esa comida siendo cada vez más tardía, se añadió lo que se conoce como "lunch" (luncheon) o almuerzo ligero para apaciguar la sensación de hambre entre esas dos principales comidas del día.
    El "afternoon tea time" británico es la merienda social de media tarde, en la que se ofrece una variedad de pequeños emparedados salados y pastelitos dulces que se sirven con un té (Darjeeling), a las 17 horas.
    Pero la Duquesa de Bedford, cuyas apetencias contrariaban a menudo las tardes, tomó la costumbre de hacerse servir un surtido de emparedados o "sandwiches" y pastelerías acompañadas con una taza de té. Una especie de merienda que le permitía contener su necesidad de saciarse y poder esperar hasta la cena de la noche.
    Fue ella quien invitó a sus amigas a unirse a sus meriendas diarias, sentando el origen de las "Tea Party" organizadas en la corte inglesa.
    Con la aprobación de la reina Victoria, el "Afternoon Tea" adquirió rápidamente gran auge en el seno de la alta sociedad británica. Desde los salones de la aristocracia, esa práctica pasó a generalizarse en los de la encopetada burguesía extendiéndose luego hasta la clase obrera, marcando fundamentalmente las costumbres alimenticias de los ingleses.
    Con el paso de los siglos, ese ritual del té de la tarde se ha desarrollado progresivamente como una golosa tradición, implicando algunas convenciones sociales de buenas maneras y de saber estar en las reuniones.
    De esta forma, el té se convirtió en la bebida más popular en Gran Bretaña y comenzó la gran expansión mundial de la marca Twinings. Pero mucho tiempo antes había nacido la costumbre en China, cuna del té, no solamente porque cuenta la leyenda que fue aquí donde el emperador Shen-Nung descubrió sus virtudes, sino porque proporciona una gran cantidad de tés al mundo.

La saludable hora del té.

    El té es la bebida más popular del planeta, ya que alcanza diariamente la cifra de 2.5 billones de tazas alrededor del mundo, todo gracias a la tradición. Algunas de sus variedades proporcionan frescura e hidratación, así como una sensación de bienestar, y son benéficas para la salud.
    Beber una taza de buen té es toda una experiencia, su sabor es capaz de evocar recuerdos y hacer que broten historias sobre su larga tradición en naciones de Oriente y Occidente. Es bueno para la salud y puede beberse caliente o frío y, a pesar de que popularmente se habla de la hora del té, puede consumirse en cualquier momento.
    Es considerado como una bebida de reyes, sobre todo por la tradición que representa en Reino Unido, pero más allá —los especialistas de la casa Twinings— dicen que “ofrece al organismo una infinidad de alternativas, propiedades relajantes, antioxidantes y reconstituyentes, además de su inigualable sabor...”.
    No es necesario ser un experto para degustar el té, pero no está de más atender a los expertos y saber que existen cuatro tipos principales: blanco, verde, oolong y negro, a los cuales se suman múltiples variedades de cada categoría, por lo que hay más de 3 mil tés en el mundo, resultado de las diferencias climáticas, regiones y condiciones de suelo donde se cultiva la planta Camelia sinensis.
    Entre los selectos productos de Twinings se cuentan el negro, del que surge una gama de tés que contienen cafeína, entre ellos están el desayuno inglés, clásico de la familia, el earl grey, que mezclan diversas hojas orientales e ideales para las mañanas; el príncipe de gales, mezcla los más finos de China y la selección de tés negros, combinación de los anteriores.
    En el campo del té negro saborizado se encuentran los tipos de ceylán aromatizado, negro aromatizado, negro sabor naranja y canela, y el estilo indian chai.

Tipos de té.

    Los hay de mañana y de tarde: Breakfast teas y Afternoon teas. Los breakfast teas más destacados son, por supuesto el English Breakfast tea y el Assam
    El English Breakfast es un té negro, que generalmente mezclado con leche y azúcar, ofrece un gran cuerpo y sabor robusto.
    El Assam tea, con nombre homónimo a su lugar de producción en India, es un té negro que crece a nivel del mar, lo cual le da un sabor fuerte y un color brillante.
    Los Afternoon teas son el Earl Grey, Darjeeling y Ceylon.
    El Earl Grey tea se distingue por su sabor a bergamota y a cítricos. 
    Darjeeling tea es el te perteneciente a la región con ese mismo nombre en India. Quizás es el té con más reputación entre los demás tés negros, es ligero de cuerpo y con aroma floral. 
    Ceylon es otro tipo de té negro proveniente de Sri Lanka (país conocido como Ceylon anteriormente). Es un té de grandes aromas cítricos. Si quieres disfrutar de un buen te, paséate por los miles coffee shops que inundan esta ciudad.
    Para los que quieran investigar en más profundidad los tipos de tés y cafés y su historia, acércate el Brahmah tea and Coffee Museum y degusta los más exquisitos y exóticos tipos de te acompañados por bandejas de hasta tres pisos repletas de pastelitos o sandwiches.

Oriente puro.

    Twinings, que vende en el mundo más de 3 millones de sobres con su sello al año, ofrece “las delicadezas del verde, entre las que se mencionan de jazmín verde, que proporciona frescura e hidratación, así como una sensación de bienestar, y es altamente benéfico para la salud”.
    La selección del verde contiene exquisitas combinaciones que “ofrecen una sensación de rejuvenecimiento a los degustantes”.
    Esta casa de gran tradición menciona que entre las ricas infusiones hay de durazno y fruta de la pasión, para entrar en calma y relajación; fresa y mango, refrescante y sin cafeína; manzanilla con miel y vainilla, de propiedades relajantes; manzanilla con menta, recomendado para consumirse después de una copiosa comida o antes de dormir; y la selección de infusiones, para tomarse a cualquier hora del día.

Una tradición Británica muy Francesa.

    Es, en cualquier caso, interesante hacer hincapié sobre esta tradición reinventada por la Duquesa de Bedford; y digo reinventada porque la gran dama no hizo otra cosa que "revivir" -por muy curioso que resulte al lector-, una costumbre que imperaba entonces en los aristocráticos salones de Francia en el curso del siglo XVIII: la de ofrecer una merienda a los invitados con té, chocolate o café, amenizada con tertulias político-filosóficas y conciertos de cámara. Esa tradición salonnière francesa (que también se exportó a Rusia) se interrumpió bruscamente en 1789, año del estallido revolucionario, y no se reintroduciría hasta mediados del siglo XIX para ¡"imitar" a los británicos!
    Famosa es la prueba gráfica de este hecho innegable: el cuadro dieciochesco titulado "El Té a la inglesa en el Salón de los Cuatro-Espejos", en el que aparece, en medio de tan egregia compañía, un niño precoz llamado Wolfgang Amadeus Mozart tocando el clavicémbalo para amenizar un evento social semanal. El cuadro fue ejecutado por Michel Barthélé my Ollivier, pintor ordinario del Príncipe de Conti, en 1766, para reproducir ese momento especial en el que el talentoso y jovencísimo Mozart había sido invitado por el príncipe a tocar en su residencia parisina del Palacio del Temple.

Consejos:

    La moda de los últimos años en Londres es ir a tomar el té en alguno de los muchos hoteles de lujo. La experiencia es todo un ritual y además del té y de los delicados dulces que le acompañan, puedes pasar un rato elegante y sofisticado al sonido de un virtuoso pianista.
    El ritual del té se celebra en muchos hoteles y restaurantes de lujo de la ciudad. Nosotros recomendamos los siguientes:
    
    Hotel Claridge's (Brook St. - Metro Bond Street) - Todo un clásico en la ciudad, con un lujo y refinamiento dificilmente superables. Por unas 30 libras por persona (algo más si hay champagne) puedes vivir toda una experiencia inglesa amenizada por acordes de arpa, rodeado de la gente guapa de la ciudad y con suerte de algún famoso.
Vestimenta: Smart Casual (o sea arreglado pero informal), aunque la chaqueta y la corbata no desentonan. Nada de vaqueros o zapatillas.

    The Ritz (150 Piccadilly - Metro Green Park) - Servicio impecable y lujo absoluto. El Ritz es lo máximo que puedes esperar en tu experiencia tetera londinense. Cuesta casi 40 libras por persona, así que ponte tu  mejor chaqueta y corbata si eres hombre o tu mejor vestido si eres mujer y déjate llevar.
    
    The Savoy (Strand - Metro Charing Cross) - Otra experiencia refinada cuidada al más mínimo detalle, en el marco de unos de los hoteles más elegantes de la ciudad. Una de las mejores selecciones de Té de la ciudad y sin duda los mejores aperitivos. Vestimenta: Smart Casual. Precio en torno a las 30 libras.



Fuentes: (infolondres.com, viajalo.es, retratosdelahistoria.blogspot.com, mejoresarticulos.com)

lunes, 29 de julio de 2013

La vivienda victoriana.

Casa propia.


     Hasta bien entrado el siglo XIX, era costumbre entre la nobleza, sobre todo en el campo, que los miembros de una misma familia, al contraer matrimonio, vivieran en la casa paterna, con lo que se conseguía que el dueño de dicha casa ejerciera una autoridad sin límites sobre todos sus ocupantes. Así, las nueras tenían que pedir permiso a su suegro para cualquier cosa, y éste organizaba su vida y la de sus hijos. Lo mismo sucedía con la suegra, a la que no había manera de desplazar de la dirección de los asuntos domésticos. Pero entre la burguesía victoriana esta costumbre fue desapareciendo, y los recién casados se instalaban en la propia vivienda, donde criaban a sus familias, que solían ser bastante numerosas, de manera que la joven esposa podía organizar su casa a su manera sin sentirse como una intrusa. En general, la casa victoriana típica solía ser de dos plantas, con el tejado adornado con gabletes y chimeneas, muchas ventanas y un jardín.

La casa rural.


     La vida en el campo estaba muy lejos de resultar aburrida para la aristocracia británica. La caza constituía uno de los deportes más practicados, sobre todo las partidas de caza del zorro, aunque, en realidad, se practicaba sobre todas las especies de manera indiscriminada. La aristocracia detentaba en exclusiva este derecho, lo cual resultó ser una importante fuente de conflictos sociales. La pasión de los ingleses por las armas de fuego desarrolló una industria de gran fama; de la misma manera, las razas insulares de perros, como el setter irlandés o el pointer, se convirtieron en las preferidas de los cazadores de todo el mundo.

Las mansiones urbanas.


     La aristocracia solía diversificar sus inversiones, por lo que era propietaria de algunos de los inmuebles más importantes de Londres. La mayor parte de ellas estaban en barrios exclusivos y elegantes; en general, solían ocupar la planta baja y los dos primeros pisos, mientras que el servicio se alojaba en las buhardillas. En algunas casas las damas disponían de salones para el té y los caballeros, de espacios reservados al juego en los que se reunían los amigos para fumar.

Interiores masculinos.


     La estética victoriana asociaba sobriedad con virilidad; así pues, en la decoración de los espacios privados, lo mismo que en la moda, esta exigencia predominaba e influía en la elección de los revestimientos murales, los muebles, las tapicerías y los cuadros. Las salas de billar, las bibliotecas, los gabinetes y los dormitorios se revestían de elementos  que escapaban a toda ostentación; pero, además, estos espacios funcionaban como propios y privados de los hombres, tanto en sus viviendas como en la institución británica por excelencia: el club. En las salas de billar privadas se reunían grupos de amigos para pasar la velada lejos de la presencia femenina, pues así podían dejar de lado una etiqueta a la que ellas les obligaban. También se sentían libres de conversar sin cuidar su lenguaje o el tema de sus conversaciones. Fuera de su casa, los hombres se reunían en clubes en los que las mujeres no tenían entrada; la mayor parte de las instituciones se regían por normas específicas, que hacían que los socios de cada club fueran gente muy afín en cuanto a costumbres y objetivos.

domingo, 28 de julio de 2013

El joven soltero.

    No hay duda de que el personaje privilegiado de las no menos privilegiadas clases altas victorianas era el joven soltero. Antes de meterse de lleno en las obligaciones a las que su clase le llamaba, y, sobre todo, mientras era estudiante, se pasaba la vida en medio del placer y de la diversión, sin mayores ocupaciones. En general, los padres consideraban que era bueno que “viviera su vida”, pues eso contribuía a su madurez. Los jóvenes solteros se dedicaban al deporte, acudían al club, un verdadero recinto sagrado, y, por las noches, frecuentaban los teatros y las casas de placer en busca de emociones fuertes.


     Un chico de buena familia dejaba atrás la infancia cuando terminaba sus estudios, primero con su preceptor y, hacia finales de siglo, en su colegio de enseñanza primaria, para pasar a colegios como Eton y, más tarde, a las universidades: era imprescindible que las famosas instituciones inglesas, Oxford y Cambridge en especial, figurasen en el currículo de un joven si tenía alguna pretensión de figurar en la vida pública en la sociedad victoriana.

    En la formación de un caballero, sin embargo, contaban muchos factores y no sólo el relativo a su nivel académico. Ante todo, se educaba para cumplir su papel en la sociedad; debía dominar todo un protocolo de relación con sus mayores y, especialmente, con los jóvenes de buena familia, entre las que encontraría a su futura esposa. El trato con las chicas estaba presidido por la represión, pues la dejación de las convenciones podía traer el deshonor a la familia de la joven y abocar a la pareja a un matrimonio forzado.

    Mientras los chicos estudiaban, los padres les pasaban una asignación que les permitía llevar una vida conforme a su rango. En general, la diversión y el placer quedaban implícitos en la vida de un universitario de la época. El deporte formaba parte de su educación; en Oxford y Cambridge se practicaba por igual. Predominaban por aquel entonces el remo, con las famosas regatas sobre el Támesis, el boxeo, inventado en Gran Bretaña a principios del siglo XVIII y que ya desde entonces contaba con grandes adeptos entre los jóvenes, y el polo, deporte de origen indio que los ingleses habían adoptado como propio en su estancia como potencia ocupante del gran país asiático. Así pues, el deporte favorecía también el tipo de sociedades específicamente masculinas tan características de la época.

    Las actividades deportivas de los jóvenes revolucionaron la moda masculina. Comenzaron a llevarse las chaquetas cortas en lugar de las largas levitas y, para los pantalones y los abrigos, se eligieron aquellos tejidos de muestra en los que los fabricantes ingleses eran maestros: tweeds, rayaditos, cuadros de todo tipo, cheviots, etc. No obstante, seguían las tradiciones en los atuendos de gala, como chaqués de ceremonia, esmóquines para la noche y sombreros de copa. Hacia finales del siglo XIX, el aspecto físico y el cuidado personal se habían convertido en elementos fundamentales de la vida masculina.

El dandismo.


    El dandismo nació a principios del siglo XIX entre el grupo de jóvenes de la alta sociedad británica que acordaron mostrarse siempre vestidos con elegancia, con patronajes sencillos, pero excelentemente confeccionados con tejidos de alta calidad. El dandismo, además de una estética del vestir, comportaba una actitud educada y culta y una postura ante la vida que nada tenía que ver con los sentimientos, pues sólo rendían culto a la belleza. Su principal impulsor fue George Brummel, llamado “Beau Brummel”. No duró mucho; al final, hasta sus defensores cayeron en la extravagancia.

Vida galante.


    Los jóvenes solteros y ricos de la época victoriana (en lo que, por lo demás seguían el ejemplo de sus padres) solían llevar una doble vida: una de seriedad y decoro destinada a cubrir las apariencias y otra, más privada, en la que se relacionaban con prostitutas y actrices, o, como se decía entonces, con demi-mondaines. Estas señoritas en nada se parecían al ideal victoriano de la mujer: eran atrevidas y divertidas y vestían con trajes alegres y colores chillones, mientras que su conducta era lo más alejada posible de las convenciones sociales del momento. Las madres victorianas consideraban que estaba bien que un joven “corriera mundo” antes de dedicarse de lleno, con el matrimonio, a su papel de miembro director de la sociedad.

sábado, 27 de julio de 2013

El padre de familia.

    En una sociedad como la victoriana, fuertemente patriarcal, la importancia del padre de familia era extraordinaria. Era el guardián de los valores morales, éticos y religiosos en los que se asentaba el grupo y el encargado de transmitirlos. Muy conservadores, los hombres victorianos consagraron el papel dominante del varón y el destino subsidiario de la mujer en la sociedad mediante el establecimiento de unas normas educativas, religiosas y de conducta rígidamente inmovilistas.


     El papel del hombre en la vida victoriana era el de rector de la vida social en todos sus aspectos. Era quien trabajaba, por tanto, el autor del bienestar de la familia, y por ello se le debía agradecimiento; esposo amantísimo, cuidaba de su esposa, a la que trataba como a una niña, pues entre sus funciones, la principal era la de defenderla de los peligros de la vida. Con sus padres era respetuoso, y cuidaba de que nada les faltara en su vejez, o en caso de necesidad. Pero el aspecto más importante de su labor se desarrollaba en el medio familiar, en lo que se relacionaba con la educación de sus hijos. Los victorianos entendían que el padre era el encargado de conducir a su familia por el buen camino según unas normas morales entonces muy arraigadas que concedían una alta prioridad a lo espiritual frente a lo material. No se cedía ante ciertos comportamientos, como la bebida o el juego, en lo que la sociedad era muy intolerante; por el contrario, del padre de familia se esperaba que cumpliera a la perfección con sus obligaciones.

    En realidad, y aunque el padre de familia sentaba las líneas maestras de la educación de sus hijos, las niñas solían quedar bajo el control materno, pues no en vano se destinaban a ejercer en la vida las mismas funciones que sus progenitoras. Pero los chicos era otra cosa. El padre decidía en qué colegio cursaban sus estudios y hasta qué carrera o profesión iban a elegir en la vida, pues lo habitual era que un chico victoriano siguiera en este campo los pasos de su padre. Cuando llegaba el momento, sólo la experiencia de la vida del padre podía acertar en la elección del esposo, sobre todo en lo que se refería a sus inexpertas hijas.

    El padre de familia victoriano conducía su casa con honestidad, procurando ofrecer  una imagen de honestidad y solvencia. En efecto, en aquella época, y al igual que el deshonor en el trabajo conllevaba el rechazo en el mundo mercantil, una conducta socialmente inaceptable podía traer consigo el ostracismo y el desprecio de los demás miembros de la clase.

El director espiritual.


     En la sociedad victoriana, el papel del padre se ampliaba al de director espiritual, pues se aplicaba muy especialmente a la vigilancia de la educación religiosa de sus hijos e hijas. Después de la cena, la familia reunida solía leer los breviarios o algunos pasajes de la Biblia, y en la casa se comentaban y valoraban los diferentes aspectos de la vida de la comunidad. Era costumbre de la época que los niños redactaran un diario íntimo en el que recogían sus sentimientos y dudas; luego lo sometían a la opinión de sus mayores. El padre y la madre enseñaban a los hijos a rezar, y disponían que los hermanos mayores ayudaran a sus hermanos en esta materia en cosas de menor importancia.

viernes, 26 de julio de 2013

El aristócrata.

    En la Gran Bretaña victoriana, la aristocracia era la clase social que dominaba todos los resortes del poder. Sus miembros se educaban en los colegios y universidades más selectos, pues no sólo se esperaba de ellos que administraran las grandes fincas que aseguraban la riqueza de la Inglaterra rural, sino que de sus filas surgieran los prohombres dedicados a las finanzas y a la política. Desde el punto de vista económico, sin embargo, en el siglo XIX comenzaron a verse superados por algunas fortunas procedentes del comercio o de la industria, pero sin que ello significara ser desplazados del liderazgo social.


    La aristocracia victoriana estaba compuesta por los pares, la clase más alta, y la gentry o baja aristocracia. Los pares formaban la nobleza de sangre: duques, marqueses, condes, vizcondes y barones: unas 400 familias en total que tenían, y todavía tienen, asiento hereditario en la Cámara de los Lores del Parlamento británico. Lagentry, por su parte, acogía unas 10.000 familias de diversa condición: pequeños hacendados o clérigos, profesionales, oficiales retirados y comerciantes. Sus miembros ejercían como jueces de paz, presidían los organismos de la administración local en el medio rural, donde eran objeto de la máxima consideración. Pero los Pares eran quienes concentraban todo el poder y la influencia política y social.

    Los aristócratas ingleses poseían el 80 % de la tierra productiva del reino; eran por tanto muy ricos, además de influyentes y políticamente poderosos. Sólo el hijo varón primogénito podía heredar el título y las tierras anejas, lo que impedía la dispersión de la hacienda familiar, pero no dejaba lugar a la pequeña propiedad libre. A pesar de la importancia de las posesiones rurales, los aristócratas residían en ellas sólo durante el verano, pues en invierno se dedicaban a lo que los cronistas sociales llamaban “la temporada londinense”, una auténtica sucesión de bailes y diversiones. En cuanto a los segundones de las familias, quedaban condenados al ejército, la Iglesia o los altos cargos de la administración civil, lo que contribuyó a que la aristocracia controlara también los cuadros de mando de los ejércitos y las jerarquías eclesiásticas.


    A lo largo de los tiempos, la aristocracia terminó por controlar un código ético que establecía pautas en su modo de vida y que la sociedad consideraba ejemplar; de manera que la burguesía aceptó su sistema de valores como signo de distinción. No tardó, sin embargo, en aportar los suyos propios, en particular en todo aquello que se relacionaba con el mérito del trabajo y la promoción individual, valores que a aquella le eran ajenos. En efecto, con independencia de la política y del cuidado de sus propiedades, la vida de los aristócratas giraba en torno a sus propios intereses y aficiones, que podían abarcar los más variados cambios: literatura, gabinetes de curiosidades, coleccionismo, estudios científicos o viajes.

jueves, 25 de julio de 2013

El caballero victoriano.

    En la Europa victoriana prevalecía la idea de que el hombre era más fuerte e inteligente que la mujer, por lo que le estaba reservado el dominio del mundo de la acción y de las ideas: viajes, descubrimientos, política, ciencia, arte. El espacio de la mujer era el hogar y ella debía someterse al varón. Alterar ese orden, decían entonces, era ir contra la ley de Dios y contra la naturaleza misma.


     Entre los nobles, el varón era, además, el heredero de los títulos aristocráticos; entre la clase burguesa era el llamado a dirigir los negocios familiares y en el resto de los profesionales liberales, como abogados o médicos, se suponía que iba a seguir los pasos del padre y a dirigir, al faltar éste, su gabinete. Así pues, al varón le estaban reservados todos los recursos de las familias en materia de educación; era el hijo el que cursaba estudios secundarios y universitarios y el hecho de que alguna de las hijas fuera más inteligente o estuviera intelectualmente mejor dotada ni siquiera se tomaba en consideración.

    Sin embargo, el hecho de ser el sexo privilegiado de la época no eximía al varón de sus obligaciones; y éstas no eran precisamente pocas ni fáciles de cumplir. Se esperaba de él que cumpliera sus deberes sin una queja; que protegiera a su esposa y a sus hijos, que desempeñara el papel de padre de familia y esposo con toda dedicación y que les atendiera no sólo en el plano material sino también, y sobre todo, en el espiritual. Estaba mal visto que se divirtiera más de la cuenta y que le gustaran la bebida o el juego. El hombre de la era victoriana debía ser un dechado de virtudes, o, por lo menos, estaba obligado a aparentarlo.


    Sin embargo, en aquella sociedad se alzaban voces contra esta manera de ocultar el verdadero ser de muchas personas en aras de las apariencias, de lo que se podría llamar hipocresía social. El movimiento romántico, por ejemplo, que promulgaba la búsqueda de la belleza y rechazaba lo vulgar, se rebelaba contra el cerrado ambiente de las familias victorianas y buscaba un mundo regido por los principios de la libertad individual.

miércoles, 24 de julio de 2013

La dama viuda.

    Para una mujer victoriana, educada para ser esposa y madre, la viudez representaba una de las etapas más duras de la vida. No sólo tenía que soportar larguísimos períodos de tuto, sino también verse apartada de la vida social, a veces para siempre, pues sólo si quedaba acomodada una viuda podía hallar un nuevo pretendiente y contraer otro matrimonio. Sin embargo, para las aristócratas significaba recobrar su libertad personal y el control de sus bienes y de los que podía heredar de su difunto esposo.


     La intensa religiosidad de que hacía gala la sociedad victoriana impregnó todos los aspectos de su vida cotidiana privada y colectiva, al igual que muchas manifestaciones artísticas de la época, como la música o la poesía. La religión se mantenía sobre todo en torno al matrimonio y a la familia, por lo que afectaba también a todos los aspectos que llevaba aparejados la viudez.

    En realidad, sólo las familias pudientes eran capaces de soportar el gasto que representaba un luto llevado con todas las de la ley. Las grandes familias transmitían todo el ritual; la viuda se vestía con austera lana negra y sombreros con crespones. Éstos, el primer año, debían caer por la espalda hasta la parte de atrás de la rodilla, y sólo después podían acortarse hasta la cintura. La viuda no salía de casa excepto para acudir al servicio religioso o visitar a sus familiares más cercanos; las fiestas y las reuniones sociales, hasta las más inocentes, terminaban para ella. Si era una dama de mediana edad, a partir de entonces sólo podía esperar ocuparse de sus hijos y de sus nietos y vivir así hasta que, a su vez, le llegara su hora. En las casas, todo el servicio se vestía también de luto, y las puertas y las ventanas permanecían cerradas, procurando a sus moradores el silencio absoluto.

    De hecho, las grandes damas podían permitirse aliviar esta época tan triste. Si tenían dinero, podían viajar y, aunque no podían quitarse el luto, al menos cambiaban la monotonía por distracción. Podían vestirse de seda y emplear joyas y encajes, con lo que su depresión se atenuaba. Las herederas de las grandes fortunas podían incluso mejorar su estatus, pues recobraban el dominio sobre su patrimonio, que de casadas estaba en manos del marido.

Curiosidades:

El atuendo de luto.

    Para una viuda victoriana el luto se dividía en tres fases. El luto total duraba seis meses; el segundo luto, seis meses más y el alivio, la fase final, solía prolongarse tres meses más. Durante estos últimos, el negro se combinaba con gris, morado o violeta. En la primera fase del duelo sólo se podía lucir un único adorno: una hebilla de cinturón de acero bronceado. No obstante, y dada la duración de esta etapa, se permitía el uso de joyas, siempre que fueran de azabache u ónice, ambas piedras negras, así como de hebillas bronceadas. En el tiempo de alivio se introducían los diamantes y las hebillas plateadas.

Complementos.

    La aplicación de cuello, manteletas y chales de colores violeta o gris, era el medio más común de alivio de luto. Se trataba de hermosas piezas muy ricamente trabajadas, de encajes almidonados, lorzas y jaretas infinitesimales. También se usaban con este fin guantes de piel o malla en vez de los de lana, y sombrillas de colores suaves.

Las joyas.


    Una de las clases de joya más característicamente victorianas son las de significado sentimental y conmemorativo, las llamadas in memoriam, es decir, en recuerdo de un ser querido difunto. Estas joyas formaban parte del ritual del luto. Las más típicas eran los anillos de cabujón que podían abrirse y, en el interior, guardaban un mechón del cabello del desaparecido; los aros con fechas del nacimiento y la muerte y piezas realizadas con cabellos trenzados del difunto. La elección de los materiales y colores debía seguir las normas de cada fase del luto.

martes, 23 de julio de 2013

La dama elegante.

    A lo largo de todo el siglo XIX, las publicaciones de moda femenina se hicieron muy numerosas, sobre todo en París y, más tarde, también en Londres, y en ellas se puede seguir con todo detalle las evoluciones de los gustos de la época. Las damas cuidaban mucho su apariencia física, pero hasta entonces no habían tenido oportunidad de practicar lo que iba a constituir la afición más importante de las señoras victorianas: pasar la tarde de compras.


     En el sistema de valores burgués de la época victoriana, las apariencias tenían una importancia en verdad desmesurada. Para damas y caballeros, lo más importante era mostrarse en salones, teatros y paseos de la manera más ostentosa posible, a fin de hacer patente la propia riqueza. Para los aristócratas, tal necesidad fue más acuciante aún con la aparición de fortunas ligadas no al patrimonio familiar, sino al comercio o la industria: es decir, de los nuevos ricos.

    Por si fuera poco, en el siglo XIX se instalaron las primeras casas de modas en París y Londres, y fue una española, la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III de Francia, la primera que se vistió en una casa de alta costura, pues encargaba todos sus trajes al modisto Worth. Pero no era lo más frecuente; por lo general, las damas victorianas pasaban muchas horas recorriendo las tiendas para comprar tejidos, lazos, flores, tules y abalorios, y con ellos se dirigían a sus modistas preferidas y creaban sus propias toilettes.

    Los fabricantes de tejidos se esmeraban en poner a disposición de sus clientes las mejores telas, y los comerciantes traían de Asia tejidos exóticos y carísimas sedas para complacer la creciente demanda. Pero sólo las damas muy ricas podían resistir el esfuerzo económico que representaba un gasto semejante, pues las grandes señoras no repetían traje si podían evitarlo. También la cosmética se desarrolló enormemente, al igual que la perfumería, que tomó un gran impulso con el nacimiento de las fragancias florales, muy adecuadas para mujeres jóvenes.

    La pasión por la moda llegó a alcanzar a todas las clases sociales, hasta tal punto de que, hacia 1870, las señoras burguesas solían quejarse de que era imposible distinguir a una criada cuando dejaba su uniforme y se vestía con ropa de calle, lo que las mortificaba muchísimo. De todas formas, no hay duda de que era una expresión exagerada, pues a estas chicas les costaba mucho esfuerzo y ahorro disponer incluso de un único traje para los días de fiesta.

lunes, 22 de julio de 2013

La aristócrata.

    La aristócrata inglesa victoriana era la más poderosa, rica e influyente de Europa, a pesar de lo cual las mujeres de esta clase social, que en aquella época concentraba todo el poder y el dinero, estaban apartadas de la vida pública, a no ser en funciones de mera representación social. Quizás por eso, las grandes damas se convirtieron en las auténticas dictadoras de las altas esferas inglesas, y, aunque socialmente no eran tan importantes como sus maridos, ellas decidían quién era o no era digno de pertenecer a su selectísimo círculo de amistades.



    Ni siquiera las damas de la alta nobleza victoriana se libraban de ser consideradas socialmente inferiores a sus maridos. En general, dejaban la dirección y el cuidado de sus asuntos domésticos en manos de mayordomos, amas de llaves y sirvientes para dedicarse al ocio, las labores de bordado, los paseos y la asistencia a actos culturales y sociales, como representaciones teatrales o exposiciones de arte. Incluso las grandes damas estaban apartadas de los ámbitos públicos de decisión; en la vida doméstica, donde imperaba la estricta división de funciones entre hombres y mujeres, ellas se dedicaban a la educación de los hijos varones cuando eran pequeños y solo de las chicas más tarde, pues los muchachos salían pronto del ámbito materno para ingresar en internados y colegios.

    Los matrimonios solían concertarse según la conveniencia de las familias, razón por la cual en el código de la aristocracia se daban por descontadas las aventuras extramatrimoniales; sin embargo, las damas debían llevarlas con total discreción, pues de lo contrario podían acarrear para sí el deshonor y el ostracismo social.


    El lustre de una dama de la aristocracia, sin embargo, siempre dependía del estatus social de su  marido; ellas no podían ser las herederas de los títulos nobiliarios ni de las propiedades que solían ir vinculados a ellos, y cuando contraían matrimonio, era el esposo quién administraba  y controlaba su dote y su herencia  familiar. Sin embargo, las cosas podían ser distintas si se trataba de las hijas de familias de rango y prestigio, o de tradición política; éstas no solían dejarse someter tan fácilmente y llegaban a influir en las actividades de sus maridos.

domingo, 21 de julio de 2013

La dama burguesa.

Según la mentalidad burguesa de la Inglaterra victoriana, la casa era un recinto que protegía al individuo de la hostilidad del mundo exterior y en el que se escondía la sagrada vida privada. La dama burguesa era la reina de este mundo; y como la burguesía hacía pocos que había adquirido riqueza y poder, era la encargada de tejer una red de relaciones sociales destinadas a alcanzar una alta posición en el universo social de la época.


    La primera tarea del día de una dama burguesa era atender la correspondencia. Todas las mañanas encontraba en su escritorio esquelas, invitaciones y felicitaciones; ella, entonces, las contestaba, aceptando personalmente las que creía convenientes. Un día a la semana recibía en su propia casa, en general para un té con sus amigas y conocidas. La mayor parte de las noches asistía con su esposo a fiestas y bailes en casa de socios y amigos y, en su momento, devolvía las invitaciones organizando un baile en su residencia. Esta intensa vida social desaparecía en cuanto la familia perdía su posición social por motivos económicos; las amistades desaparecían y las puertas de la sociedad se cerraban para la familia caída en desgracia.


     Toda dama perteneciente a la burguesía acomodada disponía de un amplio guardarropa de día; los vestidos se confeccionaban con telas de seda y raso, adornadas con ribetes, volantes, flecos y cintas de seda. Las prendas de abrigo se hacían con telas gruesas como el velarte; en tiempos de la reina Victoria, que adoraba Escocia, se puso de moda el tartán (tela escocesa de cuadros). El estambre y el cheviot aparecieron hacia el final del siglo. Los complementos eran básicos en todo guardarropa: guantes, zapatos, horquillas, tocas, capotas y sombreros, ramilletes de flores secas y toda clase bolsos y bolsitos.


    La necesidad de las damas burguesas de parecerse lo más posible a las damas de la aristocracia activó el desarrollo de la moda femenina. Periódicamente, los creadores dictaban sus exigencias y las mujeres se esclavizaban gustosamente a ellas. En París aparecieron las primeras casas de alta costura; en una de ellas, la de Worth, se vestía Eugenia de Montijo, esposa del emperador de Francia, Napoleón III, que fue la primera dama de la aristocracia en vestirse con un modisto. Las burguesas seguían a las aristócratas en todo aquello que convenía aparentar socialmente, con lo que adoptaron también su escala de valores.

sábado, 20 de julio de 2013

La madre de familia.

    Las doctrinas religiosas imperantes en el siglo XIX fomentaron la creencia de que la mujer dependía del hombre; pero también de que estaba especialmente dotada en el terreno espiritual y emotivo. De ahí se llegó a la conclusión de que su puesto en la sociedad consistía en cumplir sus funciones de esposa y madre. Así pues, la mujer victoriana se convirtió en el sostén afectivo de la familia y en ella recaían los cuidados de los hijos, de su salud y educación, sobre todo de las niñas, y en la responsable de la difusión de los valores morales de la sociedad.


     El lugar de la mujer en el ámbito privado ya se fijó en muy temprana época, cuando los creadores de la sociedad patriarcal comenzaron  a esbozar sus teorías en el siglo XVIII. Según estos pensadores, que creían firmemente en el hombre como partícipe de la vida pública, éste necesitaba imperiosamente del soporte de una mujer educada en los deberes más estrictamente femeninos: proporcionar consuelo y agrado a su esposo y llevar adelante la casa y la educación de los hijos. Aunque a partir de la Revolución Francesa y, desde luego, en el siglo XIX, muchas mujeres criticaban duramente este sistema por lo que suponía para ellas de pérdida de identidad y de libertades, la mayoría de las chicas, cuya educación se dirigía hacia los fines citados, terminaban por aceptar de buen grado su papel en esta vida. Así pues, las mujeres desarrollaban toda su existencia en el ámbito más estricto de la vida doméstica.

    Aunque era costumbre, en las familias acomodadas, que la madre diera a criar a sus hijos a una nodriza, su presencia se dejaba notar en la educación de los niños desde su más tierna infancia. La madre vigilaba atentamente su alimentación y su higiene; se ocupaba de que fueran vestidos de la manera más adecuada y les enseñaba a rezar sus oraciones, es decir, les preparaba para su ingreso en la comunidad religiosa a la que los padres pertenecían. La madre era también la responsable de mantener los vínculos familiares y sociales; así era ella quién solía a sus hijos a visitar a los abuelos o a los tíos y también quién fomentaba la relación con niños de familias de la misma clase social, pues era consciente de que entre ellos hallarían, con seguridad, los futuros consortes de su prole.

    La madre de familia nunca terminaba sus tareas. También enseñaba a sus hijas las labores propias de su sexo, como coser y bordar. Además y, aunque se suponía que, cuando tuvieran su propia casa, dispondrían de servicio doméstico, las niñas debían saber llevar a la perfección una casa que a veces era grande, con una familia extensa y un muy numeroso servicio doméstico.

Curiosidades:


     La enseñanza de los buenos modales sociales, por ejemplo, la corrección en la mesa, formaba parte del “trabajo” de una madre de familia.


    La relación entre las madres victorianas y sus hijas jóvenes o adolescentes era de escasa intimidad y confianza. Ante todo, las señoras eran educadoras muy rígidas, pues se creía en la obligación de inculcar principios morales cuya transgresión era socialmente reprobable. Respecto a los secretos de la concepción o relaciones sexuales, eran temas absolutamente tabúes que ni siquiera se nombraban; es más, una verdadera señora ni siquiera mencionaba de manera franca a un niño aún no nacido. No obstante, las chicas veían en sus madres a las personas en quienes podían confiar en caso de necesidad o para resolver sus problemas personales, aunque no en sus dificultades matrimoniales; era proverbial que las damas victorianas, ante las desavenencias entre la pareja, advertían a sus hijas casadas que “quién escoge la cama, tiene que dormir en ella”.

viernes, 19 de julio de 2013

La dama victoriana.

    En la Europa decimonónica, “ser una dama”, era la obligación de toda mujer, y no era cuestión de dinero, sino de modales. La mujer de XIX debía ser asimismo; madre perfecta y esposa sumisa, ir siempre bien vestida, cuidar de su casa y de sus hijos y atender todas las necesidades de su esposo.



    Toda la vida de la niña y luego de la adolescente de la época victoriana se orientaba hacia un solo objetivo: hacer de ella una buena esposa y madre y ponerla en situación de llevar una casa con muchos sirvientes. Asimismo, debía hacer frente a una inmensa vida social, cosa que la época traía consigo, sin que por ello la mujer adquiriera especial relevancia. En ningún caso podía trabajar; es más, se decía por aquel entonces que una dama se reconocía por sus manos finas y cuidadas.

    Una dama victoriana, por lo demás, debía estar bien educada. Aunque no se soportaba a las mujeres cultas (si lo eran, debían ocultarlo), debía saber algo de música, leer y escribir y, desde luego, conocer lo bastante la literatura del momento y las novedades culturales como para poder llevar una conversación social; no obstante, sus lecturas eran cuidadosamente supervisadas primero por su padre y luego por su esposo. Debía saber, asimismo, coser y bordar, y a pesar de que una dama no hacía trabajos domésticos, debía conocerlos para poder dirigir su casa.


    Como madre, la mujer victoriana cuidaba de hasta el menor detalle de la educación de sus hijos; pero las damas de buena posición disponían de niñera cuando los niños eran pequeños y de institutrices que los educaran al hacerse mayores.

jueves, 18 de julio de 2013

Antropología social.

    Las revoluciones políticas y el proceso de industrialización de comienzos del siglo XIX, fueron resquebrajando la sociedad estamental, que terminó siendo reemplazada por la "sociedad de clases". Frente a los privilegios del Antiguo Régimen, la nueva realidad se fundamentó en la igualdad jurídica ("Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano", 1789) y la libertad de los individuos ante a la ley. Los privilegiados de la vieja sociedad feudal fueron desplazados o se fusionaron con la nueva clase dominante, la burguesía, al tiempo que la industrialización hizo crecer a su directo antagonista, el proletariado. A lo largo del siglo XIX la clase obrera protagonizó reivindicaciones y movilizaciones que se desarrollaron en un escenario esencialmente urbano. El campesinado, un colectivo menos dinámico, continuó supeditado a los grandes propietarios, aunque desvinculado legalmente de ellos.



    La sociedad de clases, más abierta y permeable que la estamental, concedía mayor grado de libertad a los individuos, pero al tiempo que mantenía profundas desigualdades, cimentadas no sobre la ley o la tradición, sino sobre la riqueza y la propiedad.

    La Antropología social o Culturalizada son las ramas de la antropología que estudian la sociedad y la cultura. También se usa el término socioantropología. El término antropología social es más usado en el entorno académico europeo y latinoamericano, mientras que antropología cultural lo es más en el estadounidense.

    Cualquiera de esas denominaciones se definen como especialidades de la antropología general, y basan su estudio en el conocimiento del ser humano por medio de sus costumbres, relaciones parentales, estructuras políticas y económicas, urbanismo, medios de alimentación, salubridad, mitos, creencias y relaciones de los grupos humanos con el ecosistema.

    La concepción dominante en Occidente hasta el siglo XIX distinguía a las civilizaciones dominantes de los estadios inferiores de desarrollo de la evolución cultural de las sociedades humanas: el estado de barbarie (bárbaros) y el de salvajismo (salvajes o indígenas, los pueblos periféricos o primitivos que se consideraba vivían en "estado de naturaleza" o mito del buen salvaje). Contra esta concepción dominante, la antropología cultural sostiene, siguiendo el paradigma del relativismo cultural, que buena parte de las experiencias y conceptos considerados naturales son en realidad construcciones culturales que comprenden las reglas según las cuales se clasifica la experiencia, se reproduce esta clasificación en sistemas simbólicos y se conserva y difunde esta clasificación.

    Los seres humanos, como animales sociales, viven en grupos más o menos organizados, las sociedades humanas. Sus miembros comparten siempre formas de comportamiento que, tomadas en conjunto, constituyen su cultura. Un debate intelectual muy antiguo (que data de al menos la Ilustración) discute si cada sociedad humana posee su cultura propia, distinta en su integridad de cualquier otra sociedad, y si los conceptos de civilización y cultura son asimilables o no.

    La antropología cultural incluye también el estudio de la religión (o fenomenología de la religión) como un elemento común a todas las culturas: el hecho religioso.


    El antropólogo cultural estudia todas las culturas, ya sean de sociedades tribales o de naciones civilizadas complejas. Examina todos los tipos de conducta, racional o irracional. Considera todos los aspectos de una cultura, incluidos los recursos técnicos y económicos utilizados frente al medio natural, los modos de relación con otros hombres o las especiales experiencias religiosas y artísticas. No solo se estudian las actividades correspondientes a los diversos aspectos, sino que revisten especial interés sus relaciones recíprocas, por ejemplo, la relación entre la estructura de la familia y las fuerzas económicas o entre las prácticas religiosas y las agrupaciones sociales. Uno de los temas principales de la antropología cultural, por lo tanto, es la relación entre los rasgos universales de la naturaleza humana y la forma en que se plasma en culturas distintas. El estudio de las razones de las diferencias culturales —motivadas por razones ambientales o históricas—, y de la organización de estas en sistemas globales ha ocupado también buena parte de los esfuerzos de la disciplina.

viernes, 12 de julio de 2013

La princesa de Éboli.

    Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli, duquesa de Pastrana y condesa de Mélito, (Cifuentes, Guadalajara, 29 de junio de 1540 - Pastrana, 2 de febrero de 1592) fue una aristócrata española.


    Ana de Mendoza pertenecía a una de las familias castellanas más poderosas de la época: los Mendoza. Hija única del matrimonio entre Diego Hurtado de Mendoza y de la Cerda, virrey de Aragón, y María Catalina de Silva y Toledo. Educada por su madre, su infancia y juventud estuvo muy influida por las peleas y separaciones entre sus padres, en gran parte debidas al carácter mujeriego de Diego, y que llevarían a una separación "de hecho". Ana tomaría partido por su madre, generalmente. Desarrolló un carácter orgulloso, dominante y altivo. Pero también voluble, rebelde y apasionado, como el de los antiguos Mendozas. No hay noticias destacadas de su infancia, salvo la leyenda referente a la pérdida de un ojo por causa de una caída o de la esgrima. Entre las teorías que se barajan sobre la pérdida de su ojo derecho, la más respaldada es la que asegura que la princesa fue dañada por la punta de un florete manejado por un paje durante su infancia. Pero este dato no es claro, quizá no fuese tuerta sino estrábica, aunque hay pocos datos que mencionen dicho defecto físico. En cualquier caso, su defecto no restaba belleza a su rostro; su carácter altivo y su amor por el lujo se convirtieron en su mejor etiqueta de presentación, y ejerció una gran influencia en la corte. Cuando se firmaron sus capitulaciones de boda en 1553 se la describe como "bonita aunque chiquita".

    Se casó a la edad de doce años (1552) con Ruy Gómez de Silva, por recomendación del príncipe Felipe, futuro Felipe II; su marido era príncipe de Éboli (ciudad ubicada en el Reino de Nápoles) y ministro del rey. Los compromisos de Ruy motivaron su presencia en Inglaterra por lo que los cinco primeros años de matrimonio, apenas estuvieron tres meses los cónyuges juntos.

    Ruy Gómez de Silva era hijo de Francisco da Silva y María de Noronha, señores de Ulme y de Chamusca, localidad donde nació Ruy en 1516. Por su calidad de segundón acompañó a su abuelo Rui Teles de Menezes, en 1526, en el traslado a Castilla de la corte de Isabel de Portugal, entrando como menino al servicio de la Emperatriz. El nacimiento del príncipe Felipe en 1527 motivará la cercanía de Ruy al pequeño, al ser nombrado paje del príncipe tras la muerte de la Emperatriz Isabel y siendo compañero habitual de juegos, lo que le uniría en una estrecha amistad durante toda su vida. En 1548, cuando Felipe tuvo casa propia, Ruy es nombrado uno de los cinco gentileshombres de cámara del príncipe, lo que indica el inicio de su carrera política.

    Felipe pensó que debía casar a Ruy con una dama de la nobleza castellana, eligiéndose como candidata a Teresa de Toledo, hermana del marqués de la Velada. Sin embargo, ésta se hizo monja, por lo que se tuvo que buscar una nueva candidata. La preferida por Felipe era Ana de Mendoza de la Cerda, hija de los condes de Mélito, virreyes del Perú, de la poderosa familia de los Mendoza. Ana contaba con 12 años de edad, lo que no fue inconveniente para que se llevara a cabo el matrimonio, cuyas capitulaciones se firmaron en 1553. Como la novia era muy joven, permanecería unos años en casa de sus padres hasta la consumación del matrimonio, que fue en 1557. Celebrada la ceremonia, Ruy se trasladó con Felipe a Inglaterra, donde el monarca se casó con María Tudor. La estancia inglesa duró hasta 1559.

    Convertido Felipe en rey, la confianza fue creciendo. Recibió todo tipo de cargos y honores: fue sucesivamente Sumiller de Corps, lo que aseguraba una íntima cercanía al Rey, consejero de Estado y Guerra, intendente de Hacienda, contador y primer mayordomo del príncipe Carlos y príncipe de Éboli. Este nuevo título le fue concedido para salvar el rígido protocolo de la corte y así poder tener el rey a su amigo junto a él con la más alta dignidad nobiliaria.

    Posteriormente, las tierras italianas de Éboli fueron vendidas por Ruy para adquirir otras en La Alcarria, más cercanas a Madrid: compró las villas de Estremera y Valdeacerete en primer lugar, y luego la villa de Pastrana (1569). El agradecimiento de Felipe a la colaboración prestada se consumó con el nombramiento de duque de Estremera, título que Ruy cambió en 1572 por el ducado de Pastrana con Grandeza de España, donde fundó su mayorazgo y casa. Al morir el hermano mayor de Ruy sin sucesión, éste heredó las posesiones paternas de Chamusca y Ulme en Portugal.

    En los cuatro años que restaron desde la compra de Pastrana hasta su muerte, mejoró y amplió los cultivos en Pastrana, trajo a moriscos (expulsados de Granada por Juan de Austria) que iniciaron allí una floreciente industria, logró una feria anual con privilegios especiales y fundó, con su esposa, la Iglesia Colegial de Pastrana (donde está enterrado junto a su esposa).

    Tan grande fue su influencia en la corte —le llamaban "Rey Gómez"— que se hablaba de un partido ebolista, que le disputaba el poder al partido albista, dirigido por Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba. El partido ebolista y el albista constituían facciones rivales en la corte de Felipe II, enfrentadas por cuestiones como la sublevación de los Países Bajos (que Ruy prefería solucionar por la vía del compromiso, proponiendo un sistema particularista o pactista, menos centralista, similar al del Reino de Aragón, mientras que Alba confiaba más en la fuerza y la represión). Curiosamente, el "pacifista" partido de Ruy era partidario de la guerra con Inglaterra, que no deseaba el duque de Alba. También Ruy pasó a liderar la facción de los Mendoza favorable al mantenimiento de una estructura en la que cada territorio de la Monarquía Hispánica tuviera una mayor autonomía, respetando las leyes y fueros de los diferentes reinos. Del poder que logró Ruy da cuenta que, al casar a su hija mayor Ana de Silva y Mendoza con el hijo del duque de Medina Sidonia, las capitulaciones muestran iguales en importancia a ambos cónyuges. Tras su muerte, el partido ebolista siguió encabezado por Antonio Pérez, secretario del rey, aunque su caída fue inminente.

    Tras la repentina muerte de Ruy Gómez de Silva en 1573, Ana se vio obligada a manejar su amplio patrimonio y durante el resto de su vida tuvo una existencia problemática. Gracias a sus influyentes apellidos consiguió una posición desahogada para sus hijos. Su hija mayor, Ana, casaría con Alonso Pérez de Guzmán el Bueno y Zúñiga, VII duque de Medina Sidonia; el siguiente, Rodrigo, heredaría el ducado de Pastrana; Diego sería duque de Francavilla, virrey de Portugal y marqués de Allenquer. A su hijo Fernando, ante la posibilidad de llegar a cardenal, le hicieron entrar en religión, pero escogió ser franciscano y cambió su nombre por el de Fray Pedro González de Mendoza (como su tatarabuelo el Gran Cardenal Mendoza), y llegaría a ser arzobispo.

    Debido a su alta posición, la princesa mantenía relaciones cercanas con el entonces príncipe y luego rey Felipe II, lo que animó a varios a catalogarla como amante del rey, principalmente durante el matrimonio de éste con la joven Isabel de Valois, de la cual fue amiga. Lo que sí parece seguro es que, una vez viuda (1573) sostuvo relaciones con Antonio Pérez, secretario del rey. Antonio era seis años mayor que ella y no se sabe realmente si lo suyo fue simplemente una cuestión de amor, de política o de búsqueda de un apoyo que le faltaba desde que muriera su marido. Estas relaciones fueron descubiertas por Juan de Escobedo, secretario de Juan de Austria (hijo natural del emperador Carlos V), quien además mantenía contactos con los rebeldes holandeses. Antonio Pérez, temeroso de que revelase el secreto, le denunció ante el rey de graves manejos políticos y Escobedo apareció muerto a estocadas, de lo que la opinión pública acusó a Pérez; pero pasó un año hasta que el rey dispuso su detención. Los motivos de la intriga que llevaron al asesinato de Escobedo y a la caída de la princesa no son claros. Parece probable, junto a la posible revelación de la relación amorosa entre Ana y Antonio Pérez, también la existencia de otros motivos, como una intriga compleja de ambos acerca de la sucesión al trono vacante de Portugal y contra Juan de Austria en su intento de casarse con María Estuardo.

    La princesa fue encerrada por Felipe II en 1579, primero en el Torreón de Pinto, luego en la fortaleza de Santorcaz y privada de la tutela de sus hijos y de la administración de sus bienes, para ser trasladada en 1581 a su Palacio Ducal de Pastrana, donde morirá atendida por su hija menor Ana de Silva (llamada Ana como la hija mayor de la Princesa, se haría monja luego) y tres criadas. Tras la fuga de Antonio Pérez a Aragón en 1590, Felipe II mandó poner rejas en puertas y ventanas del Palacio Ducal. Es muy conocido en dicho palacio el balcón enrejado que da a la plaza de la Hora, donde se asomaba la princesa melancólica.

    No está tampoco muy claro el porqué de la actitud cruel de Felipe II para con Ana, quien en sus cartas llamaba "primo" al monarca y le pedía en una de ellas "que la protegiese como caballero". Felipe II se referiría a ella como "la hembra". Es curioso que mientras la actitud de Felipe hacia Ana era dura y desproporcionada, siempre protegió y cuidó de los hijos de ésta y su antiguo amigo Ruy. Felipe II nombró un administrador de sus bienes y más adelante llevaría las cuentas su hijo Fray Pedro ante la ausencia de sus hermanos.

    Como curiosidad cabe mencionar que solicitó junto con su marido la fundación de dos conventos de carmelitas en Pastrana. Entorpeció los trabajos porque quería que se construyesen según sus dictados, lo que provocó numerosos conflictos con monjas, frailes, y sobre todo con Teresa de Jesús, fundadora de las Carmelitas descalzas. Ruy Gómez de Silva puso paz, pero cuando éste murió volvieron los problemas, ya que la princesa quería ser monja y que todas sus criadas también lo fueran. Le fue concedido a regañadientes por Teresa de Jesús y se la ubicó en una celda austera. Pronto se cansó de la celda y se fue a una casa en el huerto del convento con sus criadas. Allí tendría armarios para guardar vestidos y joyas, además de tener comunicación directa con la calle y poder salir a voluntad. Ante esto, por mandato de Teresa, todas las monjas se fueron del convento y abandonaron Pastrana, dejando sola a Ana. Ésta volvió de nuevo a su palacio de Madrid, no sin antes publicar una biografía tergiversada de Teresa, lo que produjo el alzamiento de escándalo de la Inquisición, que prohibió la obra durante diez años.


    Falleció en su palacio-cárcel de Pastrana en 1592. Ana y Ruy están enterrados juntos en la Colegiata de Pastrana.

Fuentes: Wikipedia.