Fue en la arquitectura donde antes se apreció el impulso renovador, con la mano obra del Palacio Real de Madrid, de donde surgieron los arquitectos más notables de la segunda mitad del siglo XVIII. En este ambiente primero, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando después, se revisaron las concepciones arquitectónicas, coincidiendo todos, a pesar de los diferentes postulados existentes, en el desprecio hacia el Barroco castizo, motejado despectivamente de churrigueresco, al que se quería asociar con la ignorancia y el mal gusto populares.
Desde el proyecto ilustrado, la
arquitectura no debía limitarse a intervenciones puntuales, sino que era parte
de un todo que tenía la misión de conseguir un marco adecuado para la vida de
los ciudadanos. Así, las ciudades debían mejorar sus servicios de
alcantarillado, acometida de aguas, adecentamiento de calles con iluminación y
empedrado, hospitales, jardines, cementerios, etc. En resumen, había gran
interés por dotar a las poblaciones de un aspecto más noble y lujoso que
pudiera reflejar la grandeza del soberano y el bienestar de sus súbditos.
También era preciso mejorar la infraestructura de caminos, para comunicar con
facilidad las diferentes zonas y agilizar así el comercio y la industria. La
fundación de nuevas poblaciones sirvió para colonizar zonas escasamente
pobladas y controlar de esta manera el territorio. También se impulsan las
obras hidráulicas, como canales y acueductos, para facilitar el transporte y la
distribución del agua necesaria para el riego de los campos y para el consumo.
Dentro de estas empresas
ilustradas está la colonización de Sierra Morena y Nueva Andalucía con la
fundación de poblaciones como La Carolina, La Carlota, Almuradiel,
etc. a lo largo del camino Real de Andalucía, o la creación por intereses
militares de las nuevas poblaciones costeras de Ferrol o de la Isla del
León (San Fernando). También es importante destacar la construcción de canales,
como el de Castilla o el Imperial de Aragón, que se consideraban
un medio importante para el riego y el transporte. Todas estas obras se
realizaron con el trabajo de los arquitectos pero, sobre todo, de ingenieros
militares.
Desde la Academia se acomete la
tarea de buscar un modelo ideal para la arquitectura. Se trata de revisar y
criticar toda la tratadística anterior, desde Vignola a Palladio o Serlio,
intentando ir directamente a las fuentes del pasado con viajes para conocer las
ruinas, catalogarlas y estudiarlas, a fin de sacar unas conclusiones de validez
universal.
Diego de
Villanueva (1715-1774), director de Arquitectura de la Academia, publicó
en 1766 en Valencia la Colección de diferentes papeles críticos sobre
todas las partes de la Arquitectura, donde muestra conocer las teorías
racionalistas de Laugier o Algarotti entonces de moda en Europa.
Entre su obra construida resalta por su sentido simbólico la reforma del
Palacio Goyeneche en la calle de Alcalá de Madrid, para sede de la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando (1773), reforma que consistió en
mutilar la fachada barroca ricamente ornamentada que años antes había
construido José Benito Churriguera.
También en estos años sobresale
el arquitecto Ventura Rodríguez (1718-1785), notable por la cantidad
de obras que construye y por el control que sobre la arquitectura de toda
España ejerció desde la Academia y desde el Consejo de Castilla. Obra suya es
la remodelación de la Basílica del Pilar de Zaragoza, con la construcción
de una capilla exenta para el culto de la Virgen dentro del gran templo. La
capilla está pensada como un enorme baldaquino construido en mármoles de
colores y bronces muy en la línea del último barroco romano que había aprendido
en la obra del Palacio Real de Madrid. Es también autor del convento de
los Agustinos Filipinos de Valladolid (1759 y sig.) que, aunque al
exterior trae recuerdos escurialenses, tiene en su planta ecos de la obra de
Juvara en Turín. De un clasicismo más riguroso son los planos de la fachada de
la catedral de Pamplona (1783), telón tras el que se oculta el
primitivo edificio gótico. A él pertenecen también los diseños arquitectónicos
de las fuentes monumentales del Salón del Prado.
Con la llegada de Francesco
Sabatini (1721-1797), que llegó de Nápoles con Carlos III con la misión de
atender la política reformista del rey en el campo de la arquitectura, Ventura
Rodríguez se vio relegado en el favor real. Sabatini trazó la escalera
principal del Palacio Real de Madrid (h. 1761) e intervino en la edificación de
obras monumentales para Madrid, representativas del poder real, como la Puerta
de Alcalá (1764-1776), que conmemoraba la entrada de Carlos III en la
capital, el edificio de la Real Casa de la Aduana de Madrid (1761-1769), hoy
Ministerio de Hacienda, en la calle de Alcalá, y el Hospital General (1781),
actual Museo Reina Sofía, iniciado por Rodríguez, todo dentro del diseño
racionalizado del Barroco clasicista que había conocido en Nápoles. La
actividad de Sabatini cubrió el campo de la arquitectura civil y de la
ingeniería militar; dirigió numerosas obras en toda España, desde
la catedral de Lérida a la fábrica de armas de Toledo o el trazado de
la nueva población de San Carlos en la Isla del León (Cádiz).
Después de unos años de enorme
labor crítica y teórica desde la Academia, comenzó a trabajar una nueva
generación de arquitectos cuya figura más representativa es Juan de
Villanueva (1739- 1811), hermano del ya citado Diego. Es el arquitecto que
mejor refleja la consecución y codificación de un auténtico lenguaje
neoclásico, a la vez que su trabajo como arquitecto real le convierte en el
traductor de los gustos del rey. Fue autor, en el Real Sitio de El
Escorial, de las casas de Oficios frente al monasterio y también de las Casitas
de Arriba y de Abajo, edificaciones de aspecto totalmente
clasicista. Incluidas en el programa cultural de corte ilustrado del gobierno
de Carlos III están tres de las obras más emblemáticas de Villanueva:
el Museo del Prado, el Jardín Botánico y el Observatorio
Astronómico. El hoy Museo del Prado estaba pensado como Academia de Ciencias o
Gabinete de Historia Natural y se inició en 1785; su arquitectura de formas
clásicas perfectamente depuradas, integrada por volúmenes independientes
conectados entre sí, es una muestra del modo neoclásico de combinar formas
puras.
Coetáneo de Villanueva
fue Ignacio Haan (1758-1810) que destacó por sus obras en Toledo bajo
el mecenazgo ilustrado del Cardenal Lorenzana; es autor del edificio de la
Universidad (1792) con un patio con columnas jónicas y estructura adintelada,
un verdadero manifiesto del Neoclasicismo.
El País Vasco fue un foco
admirable de la arquitectura clasicista. Justo Antonio de
Olaguíbel(1752-1718) edificó la Plaza Nueva de Vitoria, con la que recoge una tradición
española de plaza mayor porticada de austeros y uniformes elementos, modelo que
tendrá después continuidad en Bilbao, con la Plaza del Príncipe, y en San
Sebastián, con la Plaza de la Constitución, levantada por Pedro Manuel de
Ugartemendía.
Por los contactos con el
exterior, a través de los textos teóricos que se han ido traduciendo y por los
viajes de los arquitectos a Roma o París, hacia 1790 la arquitectura española
vive un momento semejante al de otros países europeos. Isidro González Velázquez (1764-1840),
discípulo de Villanueva, crea en la Casita del Labrador del Real Sitio
de Aranjuez (1794), con la colaboración en la decoración del Gabinete
de Platino de los arquitectos de Napoleón Percier y Fontaine, una obra que aúna
la racionalidad, el gusto por la antigüedad y las modas francesas. Por el
contrario Silvestre Pérez (1767-1825), más en la línea de los arquitectos
visionarios, basa toda su arquitectura en el empleo de volúmenes puros e
independientes, como en la parroquia de Motrico (1798) o en la de Mugardos en
La Coruña (1804).
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