domingo, 28 de julio de 2013

El joven soltero.

    No hay duda de que el personaje privilegiado de las no menos privilegiadas clases altas victorianas era el joven soltero. Antes de meterse de lleno en las obligaciones a las que su clase le llamaba, y, sobre todo, mientras era estudiante, se pasaba la vida en medio del placer y de la diversión, sin mayores ocupaciones. En general, los padres consideraban que era bueno que “viviera su vida”, pues eso contribuía a su madurez. Los jóvenes solteros se dedicaban al deporte, acudían al club, un verdadero recinto sagrado, y, por las noches, frecuentaban los teatros y las casas de placer en busca de emociones fuertes.


     Un chico de buena familia dejaba atrás la infancia cuando terminaba sus estudios, primero con su preceptor y, hacia finales de siglo, en su colegio de enseñanza primaria, para pasar a colegios como Eton y, más tarde, a las universidades: era imprescindible que las famosas instituciones inglesas, Oxford y Cambridge en especial, figurasen en el currículo de un joven si tenía alguna pretensión de figurar en la vida pública en la sociedad victoriana.

    En la formación de un caballero, sin embargo, contaban muchos factores y no sólo el relativo a su nivel académico. Ante todo, se educaba para cumplir su papel en la sociedad; debía dominar todo un protocolo de relación con sus mayores y, especialmente, con los jóvenes de buena familia, entre las que encontraría a su futura esposa. El trato con las chicas estaba presidido por la represión, pues la dejación de las convenciones podía traer el deshonor a la familia de la joven y abocar a la pareja a un matrimonio forzado.

    Mientras los chicos estudiaban, los padres les pasaban una asignación que les permitía llevar una vida conforme a su rango. En general, la diversión y el placer quedaban implícitos en la vida de un universitario de la época. El deporte formaba parte de su educación; en Oxford y Cambridge se practicaba por igual. Predominaban por aquel entonces el remo, con las famosas regatas sobre el Támesis, el boxeo, inventado en Gran Bretaña a principios del siglo XVIII y que ya desde entonces contaba con grandes adeptos entre los jóvenes, y el polo, deporte de origen indio que los ingleses habían adoptado como propio en su estancia como potencia ocupante del gran país asiático. Así pues, el deporte favorecía también el tipo de sociedades específicamente masculinas tan características de la época.

    Las actividades deportivas de los jóvenes revolucionaron la moda masculina. Comenzaron a llevarse las chaquetas cortas en lugar de las largas levitas y, para los pantalones y los abrigos, se eligieron aquellos tejidos de muestra en los que los fabricantes ingleses eran maestros: tweeds, rayaditos, cuadros de todo tipo, cheviots, etc. No obstante, seguían las tradiciones en los atuendos de gala, como chaqués de ceremonia, esmóquines para la noche y sombreros de copa. Hacia finales del siglo XIX, el aspecto físico y el cuidado personal se habían convertido en elementos fundamentales de la vida masculina.

El dandismo.


    El dandismo nació a principios del siglo XIX entre el grupo de jóvenes de la alta sociedad británica que acordaron mostrarse siempre vestidos con elegancia, con patronajes sencillos, pero excelentemente confeccionados con tejidos de alta calidad. El dandismo, además de una estética del vestir, comportaba una actitud educada y culta y una postura ante la vida que nada tenía que ver con los sentimientos, pues sólo rendían culto a la belleza. Su principal impulsor fue George Brummel, llamado “Beau Brummel”. No duró mucho; al final, hasta sus defensores cayeron en la extravagancia.

Vida galante.


    Los jóvenes solteros y ricos de la época victoriana (en lo que, por lo demás seguían el ejemplo de sus padres) solían llevar una doble vida: una de seriedad y decoro destinada a cubrir las apariencias y otra, más privada, en la que se relacionaban con prostitutas y actrices, o, como se decía entonces, con demi-mondaines. Estas señoritas en nada se parecían al ideal victoriano de la mujer: eran atrevidas y divertidas y vestían con trajes alegres y colores chillones, mientras que su conducta era lo más alejada posible de las convenciones sociales del momento. Las madres victorianas consideraban que estaba bien que un joven “corriera mundo” antes de dedicarse de lleno, con el matrimonio, a su papel de miembro director de la sociedad.

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