No hay duda de que el personaje privilegiado
de las no menos privilegiadas clases altas victorianas era el joven soltero.
Antes de meterse de lleno en las obligaciones a las que su clase le llamaba, y,
sobre todo, mientras era estudiante, se pasaba la vida en medio del placer y de
la diversión, sin mayores ocupaciones. En general, los padres consideraban que
era bueno que “viviera su vida”, pues eso contribuía a su madurez. Los jóvenes
solteros se dedicaban al deporte, acudían al club, un verdadero recinto
sagrado, y, por las noches, frecuentaban los teatros y las casas de placer en
busca de emociones fuertes.
Un chico de buena familia dejaba
atrás la infancia cuando terminaba sus estudios, primero con su preceptor y,
hacia finales de siglo, en su colegio de enseñanza primaria, para pasar a
colegios como Eton y, más tarde, a las universidades: era imprescindible que
las famosas instituciones inglesas, Oxford y Cambridge en especial, figurasen
en el currículo de un joven si tenía alguna pretensión de figurar en la vida
pública en la sociedad victoriana.
En la formación de un caballero,
sin embargo, contaban muchos factores y no sólo el relativo a su nivel
académico. Ante todo, se educaba para cumplir su papel en la sociedad; debía
dominar todo un protocolo de relación con sus mayores y, especialmente, con los
jóvenes de buena familia, entre las que encontraría a su futura esposa. El
trato con las chicas estaba presidido por la represión, pues la dejación de las
convenciones podía traer el deshonor a la familia de la joven y abocar a la pareja
a un matrimonio forzado.
Mientras los chicos estudiaban,
los padres les pasaban una asignación que les permitía llevar una vida conforme
a su rango. En general, la diversión y el placer quedaban implícitos en la vida
de un universitario de la época. El deporte formaba parte de su educación; en
Oxford y Cambridge se practicaba por igual. Predominaban por aquel entonces el
remo, con las famosas regatas sobre el Támesis, el boxeo, inventado en Gran
Bretaña a principios del siglo XVIII y que ya desde entonces contaba con
grandes adeptos entre los jóvenes, y el polo, deporte de origen indio que los
ingleses habían adoptado como propio en su estancia como potencia ocupante del
gran país asiático. Así pues, el deporte favorecía también el tipo de
sociedades específicamente masculinas tan características de la época.
Las actividades deportivas de los
jóvenes revolucionaron la moda masculina. Comenzaron a llevarse las chaquetas
cortas en lugar de las largas levitas y, para los pantalones y los abrigos, se
eligieron aquellos tejidos de muestra en los que los fabricantes ingleses eran
maestros: tweeds, rayaditos, cuadros de todo tipo, cheviots, etc. No obstante,
seguían las tradiciones en los atuendos de gala, como chaqués de ceremonia,
esmóquines para la noche y sombreros de copa. Hacia finales del siglo XIX, el
aspecto físico y el cuidado personal se habían convertido en elementos
fundamentales de la vida masculina.
El dandismo.
El dandismo nació a principios
del siglo XIX entre el grupo de jóvenes de la alta sociedad británica que
acordaron mostrarse siempre vestidos con elegancia, con patronajes sencillos,
pero excelentemente confeccionados con tejidos de alta calidad. El dandismo,
además de una estética del vestir, comportaba una actitud educada y culta y una
postura ante la vida que nada tenía que ver con los sentimientos, pues sólo
rendían culto a la belleza. Su principal impulsor fue George Brummel, llamado
“Beau Brummel”. No duró mucho; al final, hasta sus defensores cayeron en la
extravagancia.
Vida galante.
Los jóvenes solteros y ricos de
la época victoriana (en lo que, por lo demás seguían el ejemplo de sus padres)
solían llevar una doble vida: una de seriedad y decoro destinada a cubrir las
apariencias y otra, más privada, en la que se relacionaban con prostitutas y
actrices, o, como se decía entonces, con demi-mondaines. Estas
señoritas en nada se parecían al ideal victoriano de la mujer: eran atrevidas y
divertidas y vestían con trajes alegres y colores chillones, mientras que su
conducta era lo más alejada posible de las convenciones sociales del momento.
Las madres victorianas consideraban que estaba bien que un joven “corriera
mundo” antes de dedicarse de lleno, con el matrimonio, a su papel de miembro
director de la sociedad.
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