El vestido masculino continuó
siendo el mismo en sus piezas pero fue cambiando, lenta aunque continuamente,
de manera que la silueta era muy diferente a finales del siglo de la que había
sido al principio. Cada vez los vestidos necesitaron menos tela, fueron más
estilizados, los delanteros de las casacas, más abiertos y los pliegues de sus
faldones, menos profundos, las chupas, más cortas y los calzones, más estrechos
y pegados a las piernas. Lo único que se hizo más largo fueron las mangas,
aunque lo suplieron siendo cada vez más estrechas. La peluca, o el pelo propio
peinado de la misma forma, cambió; a partir de mediados de siglo tenía bucles
altos laterales y el cabello se recogía atrás en una coleta que se solía meter dentro
de una bolsa de seda negra cerrada con dos cintas negras que colgaban sobre el
pecho que parecían una corbata, pero no lo eran.
Como consecuencia de la falta de pelo sobre los hombros las casacas empezaron a tener un pequeño cuello de tirilla que se hizo más alto según pasaron los años. Las telas siguieron siendo de seda; los colores, muy delicados y los bordados, exquisitos y siempre en los mismos lugares: el cuello de tirilla, el borde de los delanteros de la casaca y de la chupa, las tapas de los bolsillos y sus alrededores, las vueltas de las mangas y la raja posterior de la casaca.
A partir de 1770 empezó a notarse en la indumentaria masculina la influencia inglesa, como ya había ocurrido en Francia; no en vano Inglaterra se estaba convirtiendo en el país más poderoso de Europa. Los ingleses estaban acostumbrados a vivir más en el campo y al aire libre y usaban trajes más cómodos y prácticos. Los hombres, aunque fueran de clase social alta, empezaron a usar trajes de paño oscuro sin bordados. Una peculiaridad española fue la capa como prenda de abrigo. Todos los españoles la usaban, ricos y pobres.
A
mediados de siglo llegó a su apogeo el rococó, ese estilo artístico tan
característico del siglo XVIII, que, en cuanto al vestido, tuvo su representante
más famosa en Madame de Pompadour, la amiga y consejera de Luis XV, casi
siempre retratada con el vestido por excelencia de la época, la robe “à la
française”. Como todas las robes era un
vestido largo, abierto por delante y cerrado solamente en la cintura, y que de
cintura para abajo dejaba ver una falda interior (brial en español) de la misma
tela y de cintura para arriba, el peto. Era un vestido tan difícil y complicado
de poner como los compuestos por casaca y basquiña y se usaba también sobre la
cotilla y el tontillo. Su característica especial eran los pliegues que tenía
en la espalda, que salían del escote y llegaban hasta el final de la cola; esta
espalda amplia le daba un parecido con el vestido de estar en casa que usaban hombres
y mujeres e hizo que en España se llamase “bata”. Estaba adornado, o guarnecido
como se decía en el momento, en el peto, los frentes de los delanteros y los finales
de las mangas, más que con bordados, con volantes de la misma tela, lazos,
encajes, cintas, borlas, flores de tela…Ya no se veía la camisa interior en el escote y al final de las mangas,
éstas terminaban en volantes de la misma tela sobre el codo y a ellos se cosían
vuelos de encaje de uno, dos o tres órdenes.
A partir de los años 70 las cabezas de las mujeres, peinadas con rizos pequeños, empezaron a crecer cada vez más y pronto se llegó a unas cabezas descomunales en las que, sobre el peinado, muy alto, se ponía un bonetillo muy adornado con todo género de cosas (plumas, gasas, cintas) que las hacía aún más altas. Al mismo tiempo la decoración de los vestidos se hizo cada vez abundante. Estas exageraciones dieron lugar a una reacción en busca de una mayor naturalidad y sencillez. Así nace la robe “a la polonaise” francesa. Aquí el vestido exterior tiene la parte de la falda recogida en tres bullones por medio de unos cordones que la fruncen de manera que, para conseguir las faldas abultadas, las mujeres ya no tenían que recurrir al tontillo, lo que en verdad era una gran simplificación. La polonesa era un traje de calle y tenía la falda más corta, con lo que se veía el tobillo de las mujeres. Empezó a usarse otro tipo de zapato, también con tacón de carrete, escotado y hecho de seda bordada. Otro vestido un poco posterior fue la robe “à l’anglaise”, llamado en España “vaquero hecho a la inglesa”; con él se prescindía del tontillo y también de la cotilla y del peto, ya que el cuerpo del vestido llevaba incorporadas ballenas para darle rigidez, y se abrochaba por delante. Con los vaqueros a la inglesa las mujeres cubrían su escote con pañuelos de muselina que se fueron poniendo cada vez más ahuecados, dando lugar a una silueta muy característica: abultada por delante sobre la cintura y por detrás bajo ella. Los dos vestidos eran muy ajustados por la espalda y reunían el vuelo de la falda detrás, con lo que la silueta femenina cambió totalmente: en vez de estar ahuecada sobre las caderas con el tontillo pasó a estar abultada hacia atrás, en una premonición del polisón.
Las españolas siguieron siendo muy aficionadas a los vestidos de dos piezas. Unos fueron al gusto francés, el deshabillé (definido con este nombre en los diccionarios de la época), con pliegues en la espalda como la bata. Más tarde se usaron cuerpos muy ceñidos a la espalda, como en la polonesa o el vaquero, con un amplio escote relleno por un pañuelo puesto muy abombado, y un faldón muy pequeño por detrás: los pierrots franceses o pirros, en español. Los cuerpos más numerosos se llamaron aquí jubones y siguieron la moda francesa en cuanto a formas de escote, mangas y telas, pero mantuvieron a menudo el corte en forma de haldetas en la cintura que les hacía más cercano a los gustos populares. Porque en los últimos treinta años del siglo XVIII comenzó en España el fenómeno del majismo, el gusto de las clases altas por vestirse y actuar al modo de las gentes del pueblo de Madrid, y es frecuente encontrar elementos populares incorporados a los vestidos de moda francesa.
Fuentes: Museo del Traje.
Como consecuencia de la falta de pelo sobre los hombros las casacas empezaron a tener un pequeño cuello de tirilla que se hizo más alto según pasaron los años. Las telas siguieron siendo de seda; los colores, muy delicados y los bordados, exquisitos y siempre en los mismos lugares: el cuello de tirilla, el borde de los delanteros de la casaca y de la chupa, las tapas de los bolsillos y sus alrededores, las vueltas de las mangas y la raja posterior de la casaca.
A partir de 1770 empezó a notarse en la indumentaria masculina la influencia inglesa, como ya había ocurrido en Francia; no en vano Inglaterra se estaba convirtiendo en el país más poderoso de Europa. Los ingleses estaban acostumbrados a vivir más en el campo y al aire libre y usaban trajes más cómodos y prácticos. Los hombres, aunque fueran de clase social alta, empezaron a usar trajes de paño oscuro sin bordados. Una peculiaridad española fue la capa como prenda de abrigo. Todos los españoles la usaban, ricos y pobres.
A partir de los años 70 las cabezas de las mujeres, peinadas con rizos pequeños, empezaron a crecer cada vez más y pronto se llegó a unas cabezas descomunales en las que, sobre el peinado, muy alto, se ponía un bonetillo muy adornado con todo género de cosas (plumas, gasas, cintas) que las hacía aún más altas. Al mismo tiempo la decoración de los vestidos se hizo cada vez abundante. Estas exageraciones dieron lugar a una reacción en busca de una mayor naturalidad y sencillez. Así nace la robe “a la polonaise” francesa. Aquí el vestido exterior tiene la parte de la falda recogida en tres bullones por medio de unos cordones que la fruncen de manera que, para conseguir las faldas abultadas, las mujeres ya no tenían que recurrir al tontillo, lo que en verdad era una gran simplificación. La polonesa era un traje de calle y tenía la falda más corta, con lo que se veía el tobillo de las mujeres. Empezó a usarse otro tipo de zapato, también con tacón de carrete, escotado y hecho de seda bordada. Otro vestido un poco posterior fue la robe “à l’anglaise”, llamado en España “vaquero hecho a la inglesa”; con él se prescindía del tontillo y también de la cotilla y del peto, ya que el cuerpo del vestido llevaba incorporadas ballenas para darle rigidez, y se abrochaba por delante. Con los vaqueros a la inglesa las mujeres cubrían su escote con pañuelos de muselina que se fueron poniendo cada vez más ahuecados, dando lugar a una silueta muy característica: abultada por delante sobre la cintura y por detrás bajo ella. Los dos vestidos eran muy ajustados por la espalda y reunían el vuelo de la falda detrás, con lo que la silueta femenina cambió totalmente: en vez de estar ahuecada sobre las caderas con el tontillo pasó a estar abultada hacia atrás, en una premonición del polisón.
Las españolas siguieron siendo muy aficionadas a los vestidos de dos piezas. Unos fueron al gusto francés, el deshabillé (definido con este nombre en los diccionarios de la época), con pliegues en la espalda como la bata. Más tarde se usaron cuerpos muy ceñidos a la espalda, como en la polonesa o el vaquero, con un amplio escote relleno por un pañuelo puesto muy abombado, y un faldón muy pequeño por detrás: los pierrots franceses o pirros, en español. Los cuerpos más numerosos se llamaron aquí jubones y siguieron la moda francesa en cuanto a formas de escote, mangas y telas, pero mantuvieron a menudo el corte en forma de haldetas en la cintura que les hacía más cercano a los gustos populares. Porque en los últimos treinta años del siglo XVIII comenzó en España el fenómeno del majismo, el gusto de las clases altas por vestirse y actuar al modo de las gentes del pueblo de Madrid, y es frecuente encontrar elementos populares incorporados a los vestidos de moda francesa.
Fuentes: Museo del Traje.
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