domingo, 5 de agosto de 2012

Real Sitio de Aranjuez.


    El Palacio Real de Aranjuez es una de las residencias de la Familia Real Española, situada en el Real Sitio y Villa de Aranjuez (Comunidad de Madrid), que es gestionada y mantenida por Patrimonio Nacional. Está situado a orillas del río Tajo entre la avenida del Palacio y la plaza de las Parejas por el Sur, el jardín del Parterre por el Este, la Ría por el Norte y la plaza del Raso de la Estrella por el Oeste. Situado entre los ríos Tajo y Jarama, fue utilizado ya como residencia real en época de los Reyes Católicos.



    Cuando el Emperador Carlos V empezó a interesarse por desarrollar Aranjuez como una villa regia con amplio coto de caza se aposentó, como en 1501 había hecho Felipe el Hermoso, en el viejo palacio de los maestres de Santiago. Fue erigido por orden de Felipe II de España, quien le encomendó el proyecto al arquitecto Juan Bautista de Toledo, que murió durante su construcción, por lo que su discípulo Juan de Herrera fue el encargado de rematar la obra. Durante todo el siglo XVII se paró la obra, hasta que en tiempos de Fernando VI se acomete una importante ampliación, que continuará Carlos III dotándolo de unas alas que encierran el patio de armas, tal y como se puede contemplar hoy en día. Un palacio menor, la llamada Casa del Labrador, se sitúa fuera del recinto, formando parte del Jardín del Príncipe.

    Tanto el Palacio como los jardines de la Isla no conocieron nada importante hasta la llegada de la nueva dinastía de los Borbones, siendo el nombre del nuevo Monarca, Felipe V el que muy pronto aparece interesado en la terminación del Palacio, además de impulsar el ambicioso proyecto de Aranjuez no sólo como Palacio y Jardín, sino como Real Sitio. El Palacio presentaba entonces un aspecto modesto, pero que cumplía a satisfacción y ocasionalmente su cometido de grata residencia en las jornadas estivales.



    Lo cierto es que, en 1715, Felipe V encargó a Pedro Caro Idrogo, que estudiara la continuación de las obras del Palacio, teniendo muy probablemente ante sí todavía los planos antiguos del proyecto original y, desde luego, los citados proyectos de Mora. El hecho es que en 1719 Idrogo ya había comenzado a mover la obra, lo cual requería el derribo previo de la Casa Maestral que hasta entonces había estado unida al Palacio de Felipe II, haciendo avanzar la construcción en la zona norte. Idrogo recuperó la idea inicial de la fachada torreada, cuyos cimientos se abrieron en 1728, llegando a proponer soluciones nuevas para la escalera principal, así como una distinta distribución de usos y espacios, de acuerdo no sólo con la nueva etiqueta cortesana de los Borbones, sino con la ocupación de parte del Palacio por las oficinas y despachos de algunos ramos de la Administración como las Secretarías de Hacienda, Guerra e Indias, todo ello en torno al patio central de Palacio.

    Idrogo debió tener algunas diferencias de criterio con el Gobernador y Superintendente de la obra, Juan Antonio Samaniego, que presentó en 1731 unos pliegos contra la obra del arquitecto. Éste no pudo replicar puesto, que falleció al año siguiente, en 1732, y a Caro Idrogo, le sucedieron otros dos ingenieros militares franceses: Étienne Marchand y Léandre Bachelieu, de los cuales el primero murió también enseguida, en 1733, por lo que muy poco pudo hacer. Bachelieu, en cambio, adelantó mucho la obra, llegando a terminar la fachada principal en 1739.



    Pero a esta etapa protagonizada por los ingenieros franceses sucedió la de los arquitectos italianos, y así nos encontramos con Giacomo Bonavía, de Piacenza, y más adelante, con Francesco Sabatini, de Palermo, a quienes se debe el aspecto general y dominante del edificio, tanto interior como exteriormente, desde su fachada principal hasta la gran escalera o la nueva Capilla. Bonavía entró primero como ayudante de Bachelieu, luego siguió como tracista, en 1744, de la gran escalera de honor, y, finalmente, tras su nombramiento el 29 de septiembre de 1745, como director principal al frente de las obras del Palacio de Aranjuez, hasta su fallecimiento en 1759. Esto por no referirnos a su responsabilidad en la obra más amplia del Real Sitio, desde los aspectos estrictamente urbanos hasta los arquitectónicos, como pudiera ser la deliciosa Capilla de San Antonio presidiendo desde el fondo la gran Plaza que lleva su nombre en Aranjuez, en la que arquitectura y ciudad se solapan de modo ejemplar. En efecto, si bien estos cometidos de gran responsabilidad no son ahora el objeto de las presentes líneas, no se puede olvidar la febril actividad desplegada por Bonavía durante estos años, a la vez que se ocupaba del Palacio de Aranjuez.

    La intervención de Bonavía en el Palacio tiene, además, un largo alcance, pues de un lado, a falta de culminar la obra gruesa del proyecto de 1715 -que no vería su fin hasta 1752-, él se dedicó a los interiores, de los que resulta pieza excepcional la gran escalera de honor con su espectacular desarrollo, así como la cuidada decoración de los apartamentos reales de Felipe V e Isabel de Farnesio. Pero es que, por otra parte, Bonavía hubo de hacer frente a los daños causados por el incendio fortuito que se produjo en 1747, en una labor de reconstrucción muy importante.

     Las noticias documentadas desde su nombramiento en 1745 se refieren, en efecto, a los acabados de pavimentos y mobiliario, donde los pagos a tallistas, adornistas y doradores, como Juan Arranz, Matías Pérez, Manuel Corrales y Próspero de Mórtola, entre otros, ponen de manifiesto que la obra de amueblamiento se estaba finalizando, y quedaba constancia de que en los meses de noviembre y diciembre se hacían los últimos trabajos en el Gabinete de la Reina.



    Precisamente, por las habitaciones de la Reina se inició el terrible incendio que asoló el Palacio en la madrugada del 16 de junio de 1748, lo cual forzaría a Bonavía a desempeñar un nuevo protagonismo en el edificio real, pues además de intentar terminarlo de una vez, tenía que hacer frente a la reconstrucción de buena parte de la zona norte. En aquella fecha los Monarcas residían en Palacio, si bien ya no eran Felipe V fallecido en 1746, e Isabel de Farnesio, que se encontraba en el Palacio de La Granja, sino Fernando VI y Bárbara de Braganza, la hija de Juan V de Portugal, que no sufrieron daños, pero que se trasladaron inmediatamente a Madrid, al Palacio del Buen Retiro.

    El que sí quedó muy dañado fue el Palacio de Aranjuez, tanto por el fuego como por la precipitación con que se le quiso atajar. Nuevos proyectos afectaron, en lo arquitectónico, a la fachada principal, a la que se le dio definitivamente el aspecto que hoy tiene, en sus tres alturas y ático de remate, donde se resume la agitada historia del edificio mediante la representación y nombre de sus Monarcas. En efecto, rematando el hastial central aparecen las esculturas labradas por Pedro Martinengo, según modelos de Olivieri, que representan, de derecha a izquierda a Felipe II, Fernando VI -algo más elevada- y a Felipe V. El formidable escudo con las armas reales, dibujado por Bonavía y ejecutado por Arranz, se terminó también en 1752, cuando se pueden dar por finalizadas las obras, según recuerda la inscripción que, sobre dos cartelas, se incluye también en este ático:

PHILIPPUS II. INSTITUIT FERDINANDUS VI. PIUS FELIX
PHILIPPUS V PROVEXIT CONSUMMAVIT AN. MDCCLll




    Esta fachada principal, muy respetuosa en su arquitectura con el espíritu de la obra de Felipe II en cuanto a contención formal, materiales y color, añadió, como todo, licencia, el pórtico avanzado de la planta baja y unos sencillos frontones curvos y triangulares sobre los balcones: y ventanas de las plantas principal y alta, dando lugar, un noble y palaciego frontis. Sin embargo, y frente a la interpretación lógica que del interior se pudiera hacer, a contemplar esta hermosa fachada desde fuera, no existe detrás de aquel plano estancias reales; no se encuentra e Salón del Trono, ni siquiera una sala de aparato, sino que en realidad, todos aquellos numerosos balcones y venta mas iluminan la gran escalera que, diseñada por Bonavía, en 1744, había sido uno de los elementos de más lenta definición a lo largo de la historia constructiva del Palacio Así como en el proyecto de Toledo, por lo que conocemos, no existe una gran escalera de aparato, única, abierta, sino excusadas entre muros, y la pensada por Gómez de Mora tiende a vincularla con el patio central, de donde recibe sus luces, al igual que haría Idrogo sacrificando la cuarta crujía del patio central, Bonavía convierte en una caja monumental todo el espacio entre la fachada y el patio. Asegura así una generosa iluminación natural por sus dos frentes, y desarrolla una escalera colosal, de múltiples accesos en su arranque, que se encuentran en una meseta desde la que, por un único tiro, se alcanza el rellano siguiente, bifurcándose en dos desde aquí para acceder a la planta alta. Todo este movimiento se ve acompañado de una excelente baranda en hierro forjado y toques dorados, de un bello estilo rococó, mientras que unos magníficos bustos, debidos a Antoine Coysevox y firmados en 1683, observan al recién llegado desde sus pedestales. Sin duda, la nueva dinastía borbónica quiso recordar aquí los suyos, al igual que Felipe IV lo había hecho en el Jardín de las Estatuas, pues en la escalera se ven los retratos de Luis XIV de María Teresa de Austria, y del hijo de ambos, el Delfín de Francia y padre de Felipe V a quien se debe la decisión de terminar el Palacio de Aranjuez. Sin embargo, en esta escalera tan solemne y teatral, digna del mejor Palacio europeo de su tiempo, se echa en falta el apoyo cromático de unas pinturas murales que dieran color a su bóveda, desprovista hoy de este inexcusable aliento.



    Todavía se ha de mencionar la campaña final del edificio, pues muerto Fernando VI en 1759, el mismo año del fallecimiento de su arquitecto Bonavía, el nuevo Monarca, Carlos III, estimó muy reducida la capacidad del Palacio, y pequeñas algunas de sus piezas, bien fuera la vieja capilla de Felipe II, bien el teatro bajo la torre norte. Para ello dio una Real Orden, el 13 de junio de 1770, por la que se comunicaba a través del Marqués de Grimaldi, Primer Secretario de Estado y del Despacho, su deseo de que en « el Palacio de este Sitio [Aranjuez] se añadiesen dos cuerpos de edificio a los ángulos de la principal hacia poniente, bajo los planos diseñados y dirección de Sabatini», mandando sacar a subasta las obras de acuerdo con las condiciones fijadas por el mencionado arquitecto, adjudicándose la obra a Kearney y Compañía por presentar la oferta más ventajosa para la Real Hacienda.

    Sabatini concibió este «aumento», con cuyo nombre se conocía la obra nueva, con dos alas perpendiculares a la fachada principal del Palacio, dando lugar a una plaza de armas o cour d'honneur, de tal forma que al tiempo que la población del Real Sitio iba creciendo a sus espaldas hacia Oriente, el Palacio miraba cada vez más fijamente en dirección contraria, a través de la localidad que forzadamente le proporcionaban los dos brazos paralelos de Sabatini. Éste prolongó el carácter dominante del Palacio existente, haciendo un ejercicio de natural injerto en el viejo cuerpo y reservando para el interior los cambios y novedades. Entre ellas, son de gran entidad la inclusión de una nueva Capilla palatina en el extremo del ala Sur, en sustitución de la antigua, así como el proyecto -luego desvirtuado- del teatro cortesano en el ala norte, sin que desde el exterior se pueda percibir la singularidad de estos dos espacios.



    Por último, añadiremos que no sólo el Palacio, sino que, tanto el jardín de la Isla como los más inmediatos alrededores del Palacio, en una operación de sutura con el entorno, conocieron mejoras, reformas y adiciones bajo los Borbones en el siglo XVIII. De forma muy abreviada cabe recordar que el propio Bonavía realizó obras en los muros de protección de la Isla, pensó nuevos puentes de exclusivo uso real y proyectó algunas arquitecturas para el jardín de la Isla, como el conocido cenador de 1755 que acompañaría o sustituiría a otros preexistentes, algunos de los cuales aparecen en las más conocidas vistas de Aranjuez. Al mismo tiempo, los nuevos jardineros franceses al servicio del Rey habían incorporado el novedoso gusto de las broderies, como hizo Esteban Boutelou en el jardín de flores proyectado en 1748 para la isla, del que apenas queda nada sino el lugar que ocupó, presidido hoy por una Fuente de Diana.

    Probablemente el cambio más notable producido en los alrededores del Palacio fue la incorporación del Parterre, bajo su fachada Sur, tal y como se ve de modo perfecto en la vista del Palacio Real pintada por Antonio Joli, que se conserva en el Palacio Real de Nápoles, en los dos excelentes lienzos de Francesco Battaglioli, hoy en el Museo del Prado, y que muestran dos aspectos de la fiesta de San Fernando en 1756, en los que el Parterre es elemento capital de los cuadros, o en la amplia vista grabada en 1773 por Domingo de Aguirre. El recordar estas bellas imágenes, ejecutadas por pintores y grabadores, no tiene más finalidad que recordar, al mismo tiempo, el aspecto original que en su día tuvo el Parterre, proyectado por Marchand en 1728, y muy distinto del que hoy ofrece.



    El hecho de plantear este jardín en la parte posterior del Palacio deriva, seguramente, del hecho de situar sobre esta fachada los dormitorios del Rey y de la Reina, después de los cambios producidos en la nueva distribución interior del Palacio. De este modo, a los pies de sus balcones se vería un jardín a la francesa, diseñado por un francés para el nieto de Luis XIV de Francia, a la vez que, más allá del cerramiento del Parterre, se vería el frondoso arbolado de la calle de la Reina, así como la del Príncipe y futura de las infantas, formando un tridente convergente hacia el Parterre y Palacio. Es decir, más allá de su esencia como mero jardín, el Parterre fue una charnela múltiple en un lugar clave en la ordenación del Real Sitio, en relación con el Palacio, población y acceso desde Madrid a través del Puente de Barcas.



    El Parterre fue concebido como una composición muy plana, sin apenas relieve, dominado por las broderies y el gazon, con leves filas de tilos, y animado con sencillos juegos de agua, todo muy leve, como conviene a la concepción de un parterre. Sin embargo, esta misma fragilidad fue su peor enemigo, pues todo cuanto después se hizo, especialmente en el siglo XIX, alteró profundamente aquel jardín, cuando se cambió el diseño de los caminos, se plantaron poderosas especies como coníferas y magnolios, que dieron porte y sombra a un jardín que se alejaba para siempre de lo pensado por Marchand. Obras notables que ya contribuyeron a las primeras alteraciones del tranquilo Parterre fueron el foso o canal de agua que lo bordea, debido al arquitecto francés Marquet y realizado bajo Carlos III, según aparece ya en el conocido cuadro de Paret, así como la incorporación, en 1827, de la Fuente de los Trabajos de Hércules o de Hércules y Anteo, diseñada por Isidro Velázquez, ya en época de Fernando VII, con esculturas de Juan Adán, entre otros artistas. Asimismo, hay otra serie de fuentes notables y esculturas, de procedencia diversa, como la de Ceres y los grupos de niños con canastillos de flores, debidos a Robert Michel, o las más pequeñas de las Nereidas, en plomo, obra de Joaquín Dumandre, y que llegarían hasta aquí procedentes del Palacio de Valsaín. Unas magníficas copas o jarrones en mármol de Carrara, labrados en el siglo XVIII, se suman a los elementos escultóricos de este Parterre dieciochesco de romántico aroma.

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