Doña Soledad Rodríguez era una señora
ejemplar: esposa modelo de virtudes, madre amante y cariñosa, protectora
incansable de los pobres y consuelo de los afligidos. Dueña de una fortuna
cuantiosísima, no conocía el lujo ni el esplendor. Tanto por la sencillez de su
traje como por la de sus costumbres, nadie hubiera adivinado en ella la
importante cuantía de sus rentas.
Mil veces se ha afirmado que con el oro no
se puede comprar la dicha, y es esta en efecto, una gran verdad. Doña Soledad
no vivía feliz. En vano intentaba su buen esposo tranquilizarla; no era posible
llevar un rayo de alegría a su corazón apesadumbrado.
Ya me parece que oigo preguntar a más de
uno:-Pero, ¿cuál era la causa de sus pesares? -Pues era… su hija. Una niña de
doce años en quien la bondadosa señora veía feísimas inclinaciones.
Rosita (que así se llamaba la niña) era muy despabilada,
soberbia con los criados, desatenta con todo el mundo, y nunca dio a sus papás
la menor prueba de gratitud. Por otra parte, los pobres le repugnaban, y sólo
pensaba en la satisfacción de sus locuras y vanidades. Cifraba todos sus goces
en el estreno de un traje, en la compra de un sombrero o en asistir a una
función de teatro. Si sus papás hubiesen querido complacerla, ni siquiera
hubiera aprendido a leer. Raro era el día que no hubiese un disgusto en la casa
al acercarse la hora de ir al colegio, porque Rosa decía sentirse enferma o
pretestaba cualquier tontería. Hasta intentó, varias veces, calumniar a sus celosísimas
profesoras. Pero cómo sus papás conocían las aficiones de la niña y no
ignoraban de cuánto era capaz, claro está que no le permitían la satisfacción
de sus malos deseos.
Era a mediados de Abril cuando sucedió lo
que voy a contar:
Rosita había estado enferma de verdad, y,
para acelerar su restablecimiento la familia se trasladó al campo, a una de sus
quintas más hermosas. Diariamente, por la tarde, daban un buen paseo, ya
recorriendo los sembrados, ya siguiendo los senderos que serpenteaban entre
prados y riberas. La sencillez de la vida campestre no era del agrado de
Rosita.
Una tarde, por fin, apareció más animada
que de costumbre, y se entretuvo cogiendo violetas, con las que formó un
hermoso ramo. Al acercarse a su mamá, le dijo cómo satisfecha de su obra:
-Huele, mamá… ¡Qué aroma más delicado! ¿Has observado que estas florecillas
parecen esconderse entre las hojas, cómo vergonzosas de su perfume?
-Sí, hija mía; son las flores que más
admiro, porque veo en ellas la imagen del mérito verdadero. Aprende lo que te
enseñan estas florecillas. El mérito real, el positivo, el mérito verdadero
está siempre oculto, puesto que consiste en las bondades de nuestra alma. Los
trajes vistosos, los paseos callejeros, las joyas, los teatros sólo pregonan
nuestra vanidad y la ausencia de los sentimientos que nos acercan a Dios.
Y Rosita, roja cómo una amapola, bajó los
ojos avergonzada.
¡Que bonita historia! Me gusta mucho. Muy del XIX por la moraleja acerca de la virtud de la humildad
ResponderEliminarya habia leido este texto.....por desgracia es aplicable a mucha gente hoy en dia..se da demasiada importacia a la apariencia al que diran....por lo general son personas carentes de plenitud interior ....se puede ser feliz con muy poco...pero nunca sin familia y amigos ...el gran tesoro ¡¡¡....un besin ¡¡
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