viernes, 26 de julio de 2013

El aristócrata.

    En la Gran Bretaña victoriana, la aristocracia era la clase social que dominaba todos los resortes del poder. Sus miembros se educaban en los colegios y universidades más selectos, pues no sólo se esperaba de ellos que administraran las grandes fincas que aseguraban la riqueza de la Inglaterra rural, sino que de sus filas surgieran los prohombres dedicados a las finanzas y a la política. Desde el punto de vista económico, sin embargo, en el siglo XIX comenzaron a verse superados por algunas fortunas procedentes del comercio o de la industria, pero sin que ello significara ser desplazados del liderazgo social.


    La aristocracia victoriana estaba compuesta por los pares, la clase más alta, y la gentry o baja aristocracia. Los pares formaban la nobleza de sangre: duques, marqueses, condes, vizcondes y barones: unas 400 familias en total que tenían, y todavía tienen, asiento hereditario en la Cámara de los Lores del Parlamento británico. Lagentry, por su parte, acogía unas 10.000 familias de diversa condición: pequeños hacendados o clérigos, profesionales, oficiales retirados y comerciantes. Sus miembros ejercían como jueces de paz, presidían los organismos de la administración local en el medio rural, donde eran objeto de la máxima consideración. Pero los Pares eran quienes concentraban todo el poder y la influencia política y social.

    Los aristócratas ingleses poseían el 80 % de la tierra productiva del reino; eran por tanto muy ricos, además de influyentes y políticamente poderosos. Sólo el hijo varón primogénito podía heredar el título y las tierras anejas, lo que impedía la dispersión de la hacienda familiar, pero no dejaba lugar a la pequeña propiedad libre. A pesar de la importancia de las posesiones rurales, los aristócratas residían en ellas sólo durante el verano, pues en invierno se dedicaban a lo que los cronistas sociales llamaban “la temporada londinense”, una auténtica sucesión de bailes y diversiones. En cuanto a los segundones de las familias, quedaban condenados al ejército, la Iglesia o los altos cargos de la administración civil, lo que contribuyó a que la aristocracia controlara también los cuadros de mando de los ejércitos y las jerarquías eclesiásticas.


    A lo largo de los tiempos, la aristocracia terminó por controlar un código ético que establecía pautas en su modo de vida y que la sociedad consideraba ejemplar; de manera que la burguesía aceptó su sistema de valores como signo de distinción. No tardó, sin embargo, en aportar los suyos propios, en particular en todo aquello que se relacionaba con el mérito del trabajo y la promoción individual, valores que a aquella le eran ajenos. En efecto, con independencia de la política y del cuidado de sus propiedades, la vida de los aristócratas giraba en torno a sus propios intereses y aficiones, que podían abarcar los más variados cambios: literatura, gabinetes de curiosidades, coleccionismo, estudios científicos o viajes.

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