Introducción.
El vestido está considerado desde hace más de dos siglos, como una disciplina de estudio. Historiadores, filósofos, antropólogos, sociólogos, etnólogos, modistos, especialistas en varias disciplinas, se internan en el estudio de la escuela gráfica de la indumentaria, en su historia y sus razones históricas, pero muy pocos en su moral y en la importancia que ha tenido el vestido en la sociedad. Los datos importantes que nos ayudan a elaborar un estudio serio de la evolución de la indumentaria, tanto masculina como femenina, adquieren el máximo rigor desde que se empiezan a editar los primeros libros de patrones de sastres. Estos primeros libros surgieron en España a finales del siglo XVI.
En 1589, Juan de Álcega publica en Madrid su: “Libro de geometría, práctica y traza”, seguido de Rocha Bourguen en 1618 y de Martín de Andújar en 1640. En Francia en 1671, Benoît Boullay publica “El sastre sincero”, y en 1678 Gersault: “El arte del sastre”. En 1796, en Inglaterra se publica una “Guía del sastre completo” y el “Análisis comprensivo de la belleza y la elegancia”. Esto fue el inicio de otra etapa, la ya imparable carrera de la moda, que sorteaba los libros de los sastres con las revistas de moda y patrones.
El lujo en la indumentaria se tenía por prerrogativa de la aristocracia, identificable gracias a modas vedadas a los demás. Con el fin de trocar este principio en regla inquebrantable, e impedir «el ultrajante y excesivo aparato de varias gentes contrario a su situación y categoría», se anunciaron varias leyes suntuarias destinadas a fijar la clase de telas que la gente debía usar y cuánto podía gastar. Proclamadas por pregoneros en calles y asambleas públicas, se señalaron, para cada condición social y nivel de ingresos, las gradaciones exactas de tela, color, adornos de piel, ornamentos y joyas. Se prohibió a los burgueses la posesión de vehículos o el uso del armiño, y a los labradores cualquier color que no fuera el negro o el pardo. Los grands seigneurs, dueños de múltiples feudos y castillos, no tenían dificultad en singularizarse. Sus sobrevestes recamadas en oro, capas de terciopelo forradas de armiño, jubones acuchillados, sus mangas colgantes, zapatos de largas puntas de cordobán encarnado, sus anillos, guantes de gamuza y cinturones de los que colgaban campanillas y cascabeles, y sus innumerables gorros, boinas hinchadas, gorras de piel, capirotes, birretes, coronas de flores, turbantes y tocados de todo género y forma, eran inimitables.
Paulatinamente con el tiempo, se han ido arrinconando estas diferentes promulgaciones de leyes suntuarias, que las clases dirigentes de toda la historia delimitaban su uso para mantener privilegios. Pero esto es otra historia, una historia que cambió con la burguesía en la edad moderna, pero que ocurría paralela a las rutas económicas, al auge de los imperios y a las nuevas técnicas de elaboración de los tejidos.
Aunque me quedan incongruencias por ensamblar (las razones y los anacronismos están en los cuadros, en las más ostentosas representaciones teatrales, en las prolijas descripciones de novelistas y poetas, en crónicas o en monografías) a continuación haré un repaso a la evolución de la falda femenina a través de los distintos armazones que se han ido confeccionando desde el renacimiento hasta finales del siglo XIX.
Las prendas típicas del renacimiento se desarrollaron en Italia, de donde, a raíz de la invasión de Carlos VIII de Francia en 1494, se extendieron al resto de Europa. No está claro por qué la moda italiana, bastante más sencilla, se desarrolló de forma independiente al resto de Europa, pero el caso es que la mujer fue luciendo unas prendas cada vez más restrictivas. A principios del renacimiento apareció un corsé largo y rígido en forma de cono, más largo por la parte delantera, que oprimía la anatomía de la mujer. Antes se había utilizado el corsé para realzar la figura pero nunca para distorsionar de tal manera las formas femeninas, ya que el pecho era obligado a sobresalir por encima del corsé. Aunque la rigidez del corsé se vio algo aliviada al sustituirse las guías metálicas por huesos de ballena, la moda se hizo algo más incómoda por la costumbre de dar volumen a las faldas con la adición de armazones que podían ser desde bolsas de salvado hasta complicadas armaduras metálicas.
Aunque en el renacimiento las prendas básicas siguieron siendo las mismas que las de la edad media, el estilo relativamente natural fue sustituido por formas complicadas, encajes y forros que proporcionaban un aspecto de rigidez. Esto era, en parte, consecuencia del extremado formalismo de las cortes tradicionales de los
Habsburgo del Sacro Imperio Romano, especialmente de la
casa de Austria en España. Los escasos intentos por eliminar esta rigidez en la moda europea no fueron seguidos por la corte española, como lo demuestran las enormes faldas armadas de los retratos de la familia real que realizara el genial pintor barroco
Diego Velázquez.
Verdugado.
El verdugado era un tipo de saya acampanada que llevaron las mujeres en el siglo XVI. Estaba formada por un armazón de varas muy finas y flexibles (verdugos) cosidas a una falda cónica, que le conferían su forma característica. Inventado en España, el verdugado se extendió posteriormente a toda Europa. En Inglaterra apareció en el 1545 y enseguida lo llevaron todas las mujeres de las clases acomodadas (dado su elevado precio). A lo largo del siglo XVII, se dejó de utilizar sustituyéndose por el mucho más aparatoso e incómodo guardainfante, una especie de falda extremadamente ancha.
Se creé que la aparición del verdugado es la siguiente:
El hecho se remonta al año 1468 en la corte del rey de Castilla que, entonces era Enrique IV, controvertida figura que ha pasado a la historia con diversos sobrenombres, siendo el más conocido el de “El Impotente”. Lo cierto es que, por aquel entonces, el rey se había casado en segundas nupcias con Juana de Portugal, prima suya, habiendo tenido por primera esposa, a su también prima; Blanca de Navarra, cuyo matrimonio se vio anulado por no haber sido consumado a pesar de trece años de matrimonio. Esta segunda esposa, Juana de Portugal, fue bastante criticada en la corte tildándola de una dudosa fidelidad, a pesar del marido que tenía. De hecho, cuando nació su primera hija, también llamada Juana, la acusaron de haber sido concebida por uno de los favoritos del rey, llamado Beltrán de la Cueva, lo que la atribuyó el sobrenombre de “Juana la Beltraneja”, como ya es sabido. Cuando quedó embarazada por segunda vez, trató de disimularlo el tiempo en que fue posible, pero, según cuentan los cronistas de la época, llegó a inventar un traje nuevo que disimulara su estado pujante. Así surgió el invento que hizo moda. La reina Juana inventó un traje que llevaba una amplia falda armada gracias a unos aros que, rígidos como eran, mantenían el tejido despegado del cuerpo disimulando así la silueta y ocultando su secreto. Fue así como nació el verdugado.
Al ver utilizando dicha prenda a la reina, las damas nobles de la corte de Castilla empezaron a usar vestidos exageradamente anchos, que mantenían rígidos alrededor de sus cuerpos mediante varios aros que se cosían bajo la tela. Así muchas de ellas, a pesar de su delgadez podían pasar por damas entradas en carnes, gracias a aquella suerte de traje. No en vano esta moda se extendió a los reinos castellanos y también a los de Aragón, aunque lo cierto es que fue muy criticado al principio, por considerar llamativo su uso. De hecho en Valladolid llegó a ser prohibido su uso por orden de la Iglesia, bajo pena de excomunión, por entender que exageraba demasiado las caderas, resaltando las formas femeninas que así destacaban en demasía. Cuando en los siguientes años se empezó a difundir el uso del verdugo fuera del ámbito de la corte fue duramente criticado por muchos hombres del clero y llegaron a culparlos de muchas de las calamidades que asolaron el reino de Castilla. Hay que destacar la obra de Fray Hernando de Talavera quien llegó a escribir en alguno de sus tratados al menos doce razones por las que aquellas malévolas prendas eran merecedoras de la pena de excomunión, al igual que sus portadoras. Lo tildó de no ser provechoso, ya que el traje se hizo para cubrir y abrigar y, al ser tan despegado ni abrigaba ni cubría. También dijo que eran trajes deshonestos, ya que permitían que se vieran las piernas y los pies, que debían estar ocultos. Por último lo tachó de feo y de provocar que las mujeres parezcan feas y tan anchas como largas, pareciendo más campanas que hembras.
Confección:
Los
verdugos o
aros de mimbre que daban nombre a la falda, se cosían en la parte externa de las mismas forrándose con un tejido de distinto color y clase, sirviendo así también para adornarlas. Se dice que estos aros vinieron a ser sustituidos por cercos de tela para que la falda se ahuecara y no quedara del todo rígida, con lo que de alguna manera imitaban los aros forrados y cosidos, con la misma función. Estos verdugos de tela eran más flexibles y se llevaban sobre las enaguas o faldillas interiores y bajo un traje abierto por delante, por lo que tan sólo se veían parcialmente. En algunos casos llevaban ahuecadores o rellenos postizos para las caderas, dando así más volumen a las faldas.
Se refleja el uso de los verdugos en la tesorería de la
Corte de los Reyes Católicos y hay datos desde 1482 hasta 1490 de la compra de tejidos para hacer verdugos a algunos briales y faldillas. Los tejidos para los verdugos eran el raso, el damasco o el terciopelo, combinándolos de distintas maneras. El colorido se entremezcla: negro con verdugos naranjas, color carmín o blanco. Morado o carmín con verdugos amarillos o blancos, o bien, verde con verdugos carmín o blanco. Parece que esta moda tuvo su apogeo entre los años setenta y ochenta del siglo XV pero que declinó su uso al poco de 1490, así lo prueba la testamentaría de la reina
Isabel la Católica, donde quedan relacionados todos los trajes y alhajas que dejó, sin hacer referencia a prendas que llevasen verdugo. Con posterioridad, ya en el siglo XVI, los verdugos dieron origen al llamado
verdugado español, que en Italia se llamó “
verdugate”, en Francia fue conocido como “
vertugade” y en Inglaterra se conoció como
“farthingale”. A lo largo del siglo XVII, se dejó de utilizar sustituyéndose por el mucho más aparatoso e incómodo
guardainfante, una especie de falda extremadamente ancha.
Se llama guardainfante a una especie de armazón redondo muy hueco hecho de varas flexibles unidas con cintas utilizado en la cintura por las mujeres españolas de los siglos XVI y XVII. Sobre el mismo, se vestía la basquiña. La basquiña a su vez, era una falda exterior con pliegues en las caderas usada por las damas españolas desde el siglo XVI al XIX. Normalmente era de color negro y estaba asociada a las ceremonias más solemnes. El guardainfante se denominaba así porque permitía ocultar los embarazos. La aparatosa prenda desapareció definitivamente de España en la segunda mitad del siglo XVII siendo reemplazada por el tontillo, una moda de origen francés más confortable para las mujeres.
Junto a las crónicas históricas y literarias de la vida y costumbres españolas en los siglos XVI y XVII, existe otro tipo de crónicas plásticas, expresivas, directas, que se concretan en las obras de los pintores españoles de aquellas centurias, así por ejemplo, en los cuadros de Velázquez, pintor de la Corte de Felipe IV. En muchos de esos cuadros puede observarse cumplidamente cómo unas figuras femeninas emergen, diríase, desde su cintura, de los pomposos, desmesurados, casi gigantescos guardainfantes, «artificio muy hueco (según lo definió el Diccionario de Autoridades), hecho de alambres con cintas, que se ponían las mujeres en la cintura, y sobre él se ponían las basquiña». Y antes, debajo del artificio, se habían puesto varias faldas o refajos, y aún antes la blanca enagua... Tal acumulación de prendas dificultaría, casi imposibilitaría a veces, por su tamaño, el paso por las puertas de las mujeres así vestidas, y hasta tal extremo que, según una relación contemporánea, citada por Rodríguez Villa en su obra “La Corte y la Monarquía de España” según las noticias contemporáneas: «Las mujeres ya no pueden pasar por las puertas de las iglesias». Y surgirán las sátiras, inevitablemente, como la de Quevedo en su soneto “Mujer puntiaguda con enaguas”, donde el término enaguas aparece como sinónimo de guardainfante:
Si eres campana, ¿dónde está el badajo?;
si pirámide andante, vete a Egito;
si peonza al revés, trae sobrescrito;
si pan de azúcar, en Motril te encajo.
Como es lógico no todas las mujeres vestían con tan recargada prenda y es de suponer que se unía a la situación social de la persona. Basta recordar, a este respecto, la sencilla indumentaria de las mujeres que aparecen en el cuadro “Las hilanderas”, vestidas con una blusa o camisa y una larga falda.
El guardainfante, cuya finalidad aparece claramente indicada en la misma palabra, sería llevado también por moda, por incómoda moda, para la mujer que se lo ponía y también para las personas que estaban próximas a ella. Una real pragmática prohibió su uso, aunque con una cierta tolerancia y curiosas excepciones, como que se permitiese el uso a “las mujeres que sean malas de sus personas y ganan por ello”... Avanzado el siglo XVII, el guardainfante desaparecerá definitivamente, pero por el procedimiento más eficaz: la llegada de una nueva moda francesa mucho más cómoda. Dicha prenda se llamó: tontillo. Unos versos de factura popular subrayarán el cambio:
Albricias, zagalas,
que destierran los guardainfantes,
albricias, zagalas,
que ha venido uso nuevo de Francia.
El
tontillo fue una prenda que se popularizó en España en la segunda mitad del siglo XVII bajo el reinado de
Carlos II viniendo a sustituir al aparatoso guardainfante propio del reinado de
Felipe IV. Su uso se extendió hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Las mujeres llevaban el tontillo junto con el
jubón y la
basquiña.
El
jubón es una prenda rígida que cubría desde los hombros hasta la cintura y que estuvo en boga en España en los siglos XV, XVI y XVII. Su aparición como parte del traje civil se data en el siglo XIV pero su verdadero auge lo alcanzó en el siglo XVI en que se extendió desde España a toda Europa. Se trataba de una prenda interior que se llevaba sobre la camisa y que se unía a las calzas por medio de agujetas (cordones). Encima de ella se vestía la ropilla con mangas o un
coleto sin ellas. Para darles más consistencia, generalmente se forraban con varias piezas de tela.
Volviendo al tontillo, este se vestía debajo de la
saya y sobre un buen número de enaguas. Con la aparición del tontillo, la moda española conservó su originalidad frente a la influencia francesa del resto de Europa. La influencia más notable se produjo sobre el jubón que abandonó las faldillas e incorporó un pronunciado pico en su parte anterior. Cuando esta prenda cruzó los Pirineos y se estableció en Francia en el siglo XVIII se denominó
Panier, nombre que derivaba de
paniers las cestas que colgaban a ambos lados de los animales de carga, convirtiéndose en una pieza importante en lo que se llamó
robe à la française (vestido a la francesa).
El tontillo francés fue aumentando gradualmente de amplitud a medida que transcurría el siglo de las luces, llegando a alcanzar varios pies de largo a cada lado. En la época de
Marie Antoinette se convirtió en una prenda muy poco funcional ya que había que modificar las puertas de los coches, hogares y establecimientos para que las damas pudieran entrar. A diferencia del
miriñaque que da al cuerpo forma de campana, el tontillo sólo resalta las caderas.
El
miriñaque, también llamado
crinolina, es una forma de falda amplia utilizada por las mujeres a lo largo del siglo XIX que se usaba debajo de la ropa. En realidad, el miriñaque consistía en una estructura ligera con aros de metal que mantenía abiertas las faldas de las damas, sin necesidad de utilizar para ello las múltiples capas de las enaguas que había sido el método utilizado hasta entonces.
El miriñaque fue originalmente una tela rígida con una trama de crin y una urdimbre de algodón o de lino. La tela apareció primero alrededor de 1830, pero, hacia 1850, la palabra había venido a significar una enagua tiesa, o una estructura rígida, en forma de falda con aros de acero diseñada para sostener las faldas del vestido de una mujer en la forma requerida. No debe pensarse que la crinolina era una estructura completamente rígida e inamovible, pues se balanceaba hacia cualquiera de los lados con los movimientos de la mujer, y cualquier presión sobre una parte de la falda provocaba un movimiento completo de la misma. Los miriñaques fueron usados intensivamente en su extravagante forma original alrededor de los años 1856 a 1866, alcanzando su máximo tamaño alrededor de 1860. Desde entonces, el término se ha utilizado para designar los variados inventos utilizados para sostener las faldas holgadas hacia diferentes direcciones. Sin embargo, estos miriñaques más recientes no guardan relación con los clásicos.
Alrededor de 1830, una situación generalizada de prosperidad en la economía europea, impulsó una mayor complicación en el vestido; las faldas fueron agrandándose, efecto que se consiguió, en un principio, incrementando el número de enaguas que se colocaban por debajo de la falda. La incomodidad y el peso generado por estas enaguas, llevaron a que se diseñara la crinolina en 1836.
La gran impulsora y difusora en Europa de la crinolina fue la emperatriz
Eugenia de Montijo, durante el
Segundo Imperio francés; desde allí se introdujo en España, coincidiendo con el reinado de Isabel II, siendo denominada como miriñaque. Para evitar mostrar las piernas por accidentes de viento, las mujeres solían llevar por debajo unos pantalones que llegaban hasta los tobillos, normalmente acabados en encaje, que en ocasiones asomaban por debajo de la falda, en señal de elegancia. En los últimos años de la década de 1850, el tamaño de las faldas se desmesuró tanto con el uso del miriñaque que impedía a dos mujeres entrar juntas en una habitación o sentarse en un mismo sofá, ya que los volantes de las faldas lo evitaban. A mediados de la década de 1860, cuando parecía que la crinolina iba a alcanzar un tamaño fuera de toda lógica, se fue recogiendo hacia atrás, con lo que quedaba suelta una gran cantidad de tela formando un
polisón y una cola de corte con adornos complicados. El miriñaque evolucionó, dejando la parte delantera de la falda de forma recta, acumulando la mayor cantidad de tejido en la parte de la espalda, convirtiéndose en media crinolina.
Polisón.
El polisón (tournure en francés) fue un elemento fundamental en el vestuario de las mujeres del último cuarto del siglo XIX creando una imagen de figura más estrecha. Los vestidos de día tenían un corpiño ajustado y cuello alto, y unas mangas largas hasta la muñeca, con puños franceses. Los trajes de noche eran magníficos, muy escotados y tan sólo con un vestigio de manga. Las telas, suntuosas, se solían combinar en un mismo conjunto, adornadas con plisados, flecos, galones y cintas. Unos rodetes de pelo postizo sostenían los elaborados peinados, adornados con bucles, moños y flequillos ensortijados. Los sombreritos ribeteados y pequeñas capotas, se llevaban ligeramente en lo alto y algo inclinados. En 1870, la cola se recogía en el llamado polisón, que precisaba de una "cintura de avispa"; para conseguirla, las damas llevaban un larguísimo corset que moldeaba el busto, la cintura y las caderas. Como este adminículo complicaba el uso abrigos y chaquetas, se pusieron de moda los chales a juego con el vestido.
Con sólo unos pequeños cambios en los detalles, el estilo polisón continuó hasta los años ochenta. Como resultado, la silueta natural de la mujer resultaba casi imposible de apreciar. La única excepción a esta regla es el vestido de una sola pieza que mostraba parte de la figura real de quién lo llevaba apareció a principios de la década de 1870. Esta prenda dio en llamarse "vestido línea princesa", en honor a la princesa Alejandra (1844-1925), que más adelante se convirtió en reina de Inglaterra. A finales de la década de 1870, el polisón alcanzó un tamaño suficiente para que cupieran dos personas; la parte saliente se solía describir, en tono irónico, como "lo suficientemente grande como para colocar una taza de té encima".
Hacia 1880, el polisón se redujo de tamaño y se fabricó con alambres, modelos ligeros que aliviaron la incomodidad de las señoras. Camino del fin de siglo desapareció el polisón y las faldas recogidas con pliegues y colas. Los vestidos se cortaban al bies y las faldas, que quedaban acampanadas, se ajustaban cómodamente a las caderas. Fue la época dorada de las blusas de encaje, que se pusieron de moda tanto para diario como para los trajes de tarde; las damas llevaban cuellos altos sujetos con finas varillas parecidas a las de un corset.
Fuentes:
Wikipedia, Historia de la moda, Moda y belleza y El tiempo de los modernos.