En la Gran Bretaña victoriana, la
aristocracia era la clase social que dominaba todos los resortes del poder. Sus
miembros se educaban en los colegios y universidades más selectos, pues no sólo
se esperaba de ellos que administraran las grandes fincas que aseguraban la
riqueza de la Inglaterra rural, sino que de sus filas surgieran los prohombres
dedicados a las finanzas y a la política. Desde el punto de vista económico,
sin embargo, en el siglo XIX comenzaron a verse superados por algunas fortunas
procedentes del comercio o de la industria, pero sin que ello significara ser
desplazados del liderazgo social.
La aristocracia victoriana estaba
compuesta por los pares, la clase más alta, y la gentry o baja
aristocracia. Los pares formaban la nobleza de sangre: duques, marqueses,
condes, vizcondes y barones: unas 400 familias en total que tenían, y todavía
tienen, asiento hereditario en la Cámara de los Lores del Parlamento británico.
Lagentry, por su parte, acogía unas 10.000 familias de diversa
condición: pequeños hacendados o clérigos, profesionales, oficiales retirados y
comerciantes. Sus miembros ejercían como jueces de paz, presidían los
organismos de la administración local en el medio rural, donde eran objeto de
la máxima consideración. Pero los Pares eran quienes concentraban todo el poder
y la influencia política y social.
Los aristócratas ingleses poseían
el 80 % de la tierra productiva del reino; eran por tanto muy ricos, además de
influyentes y políticamente poderosos. Sólo el hijo varón primogénito podía
heredar el título y las tierras anejas, lo que impedía la dispersión de la
hacienda familiar, pero no dejaba lugar a la pequeña propiedad libre. A pesar
de la importancia de las posesiones rurales, los aristócratas residían en ellas
sólo durante el verano, pues en invierno se dedicaban a lo que los cronistas
sociales llamaban “la temporada londinense”, una auténtica sucesión de bailes y
diversiones. En cuanto a los segundones de las familias, quedaban condenados al
ejército, la Iglesia o los altos cargos de la administración civil, lo que
contribuyó a que la aristocracia controlara también los cuadros de mando de los
ejércitos y las jerarquías eclesiásticas.
A lo largo de los tiempos, la
aristocracia terminó por controlar un código ético que establecía pautas en su
modo de vida y que la sociedad consideraba ejemplar; de manera que la burguesía
aceptó su sistema de valores como signo de distinción. No tardó, sin embargo,
en aportar los suyos propios, en particular en todo aquello que se relacionaba
con el mérito del trabajo y la promoción individual, valores que a aquella le
eran ajenos. En efecto, con independencia de la política y del cuidado de sus
propiedades, la vida de los aristócratas giraba en torno a sus propios
intereses y aficiones, que podían abarcar los más variados cambios: literatura,
gabinetes de curiosidades, coleccionismo, estudios científicos o viajes.
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