En la Europa decimonónica, “ser una dama”, era la obligación
de toda mujer, y no era cuestión de dinero, sino de modales. La mujer de XIX
debía ser asimismo; madre perfecta y esposa sumisa, ir siempre bien vestida,
cuidar de su casa y de sus hijos y atender todas las necesidades de su esposo.
Toda la vida de la niña y luego de la adolescente de la
época victoriana se orientaba hacia un solo objetivo: hacer de ella una buena
esposa y madre y ponerla en situación de llevar una casa con muchos sirvientes.
Asimismo, debía hacer frente a una inmensa vida social, cosa que la época traía
consigo, sin que por ello la mujer adquiriera especial relevancia. En ningún
caso podía trabajar; es más, se decía por aquel entonces que una dama se reconocía
por sus manos finas y cuidadas.
Una dama victoriana, por lo demás, debía estar bien educada.
Aunque no se soportaba a las mujeres cultas (si lo eran, debían ocultarlo),
debía saber algo de música, leer y escribir y, desde luego, conocer lo bastante
la literatura del momento y las novedades culturales como para poder llevar una
conversación social; no obstante, sus lecturas eran cuidadosamente supervisadas
primero por su padre y luego por su esposo. Debía saber, asimismo, coser y
bordar, y a pesar de que una dama no hacía trabajos domésticos, debía
conocerlos para poder dirigir su casa.
Como madre, la mujer victoriana cuidaba de hasta el menor
detalle de la educación de sus hijos; pero las damas de buena posición
disponían de niñera cuando los niños eran pequeños y de institutrices que los
educaran al hacerse mayores.
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