Las doctrinas religiosas
imperantes en el siglo XIX fomentaron la creencia de que la mujer dependía del
hombre; pero también de que estaba especialmente dotada en el terreno
espiritual y emotivo. De ahí se llegó a la conclusión de que su puesto en la
sociedad consistía en cumplir sus funciones de esposa y madre. Así pues, la
mujer victoriana se convirtió en el sostén afectivo de la familia y en ella
recaían los cuidados de los hijos, de su salud y educación, sobre todo de las
niñas, y en la responsable de la difusión de los valores morales de la
sociedad.
El lugar de la mujer en el ámbito
privado ya se fijó en muy temprana época, cuando los creadores de la sociedad
patriarcal comenzaron a esbozar sus teorías en el siglo XVIII. Según estos
pensadores, que creían firmemente en el hombre como partícipe de la vida
pública, éste necesitaba imperiosamente del soporte de una mujer educada en los
deberes más estrictamente femeninos: proporcionar consuelo y agrado a su esposo
y llevar adelante la casa y la educación de los hijos. Aunque a partir de la
Revolución Francesa y, desde luego, en el siglo XIX, muchas mujeres criticaban
duramente este sistema por lo que suponía para ellas de pérdida de identidad y
de libertades, la mayoría de las chicas, cuya educación se dirigía hacia los
fines citados, terminaban por aceptar de buen grado su papel en esta vida. Así
pues, las mujeres desarrollaban toda su existencia en el ámbito más estricto de
la vida doméstica.
Aunque era costumbre, en las
familias acomodadas, que la madre diera a criar a sus hijos a una nodriza, su
presencia se dejaba notar en la educación de los niños desde su más tierna
infancia. La madre vigilaba atentamente su alimentación y su higiene; se
ocupaba de que fueran vestidos de la manera más adecuada y les enseñaba a rezar
sus oraciones, es decir, les preparaba para su ingreso en la comunidad
religiosa a la que los padres pertenecían. La madre era también la responsable
de mantener los vínculos familiares y sociales; así era ella quién solía a sus
hijos a visitar a los abuelos o a los tíos y también quién fomentaba la
relación con niños de familias de la misma clase social, pues era consciente de
que entre ellos hallarían, con seguridad, los futuros consortes de su prole.
La madre de familia nunca
terminaba sus tareas. También enseñaba a sus hijas las labores propias de su
sexo, como coser y bordar. Además y, aunque se suponía que, cuando tuvieran su
propia casa, dispondrían de servicio doméstico, las niñas debían saber llevar a
la perfección una casa que a veces era grande, con una familia extensa y un muy
numeroso servicio doméstico.
Curiosidades:
La enseñanza de los buenos
modales sociales, por ejemplo, la corrección en la mesa, formaba parte del
“trabajo” de una madre de familia.
La relación entre las madres
victorianas y sus hijas jóvenes o adolescentes era de escasa intimidad y
confianza. Ante todo, las señoras eran educadoras muy rígidas, pues se creía en
la obligación de inculcar principios morales cuya transgresión era socialmente
reprobable. Respecto a los secretos de la concepción o relaciones sexuales,
eran temas absolutamente tabúes que ni siquiera se nombraban; es más, una
verdadera señora ni siquiera mencionaba de manera franca a un niño aún no
nacido. No obstante, las chicas veían en sus madres a las personas en quienes
podían confiar en caso de necesidad o para resolver sus problemas personales,
aunque no en sus dificultades matrimoniales; era proverbial que las damas
victorianas, ante las desavenencias entre la pareja, advertían a sus hijas
casadas que “quién escoge la cama, tiene que dormir en ella”.
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