sábado, 20 de julio de 2013

La madre de familia.

    Las doctrinas religiosas imperantes en el siglo XIX fomentaron la creencia de que la mujer dependía del hombre; pero también de que estaba especialmente dotada en el terreno espiritual y emotivo. De ahí se llegó a la conclusión de que su puesto en la sociedad consistía en cumplir sus funciones de esposa y madre. Así pues, la mujer victoriana se convirtió en el sostén afectivo de la familia y en ella recaían los cuidados de los hijos, de su salud y educación, sobre todo de las niñas, y en la responsable de la difusión de los valores morales de la sociedad.


     El lugar de la mujer en el ámbito privado ya se fijó en muy temprana época, cuando los creadores de la sociedad patriarcal comenzaron  a esbozar sus teorías en el siglo XVIII. Según estos pensadores, que creían firmemente en el hombre como partícipe de la vida pública, éste necesitaba imperiosamente del soporte de una mujer educada en los deberes más estrictamente femeninos: proporcionar consuelo y agrado a su esposo y llevar adelante la casa y la educación de los hijos. Aunque a partir de la Revolución Francesa y, desde luego, en el siglo XIX, muchas mujeres criticaban duramente este sistema por lo que suponía para ellas de pérdida de identidad y de libertades, la mayoría de las chicas, cuya educación se dirigía hacia los fines citados, terminaban por aceptar de buen grado su papel en esta vida. Así pues, las mujeres desarrollaban toda su existencia en el ámbito más estricto de la vida doméstica.

    Aunque era costumbre, en las familias acomodadas, que la madre diera a criar a sus hijos a una nodriza, su presencia se dejaba notar en la educación de los niños desde su más tierna infancia. La madre vigilaba atentamente su alimentación y su higiene; se ocupaba de que fueran vestidos de la manera más adecuada y les enseñaba a rezar sus oraciones, es decir, les preparaba para su ingreso en la comunidad religiosa a la que los padres pertenecían. La madre era también la responsable de mantener los vínculos familiares y sociales; así era ella quién solía a sus hijos a visitar a los abuelos o a los tíos y también quién fomentaba la relación con niños de familias de la misma clase social, pues era consciente de que entre ellos hallarían, con seguridad, los futuros consortes de su prole.

    La madre de familia nunca terminaba sus tareas. También enseñaba a sus hijas las labores propias de su sexo, como coser y bordar. Además y, aunque se suponía que, cuando tuvieran su propia casa, dispondrían de servicio doméstico, las niñas debían saber llevar a la perfección una casa que a veces era grande, con una familia extensa y un muy numeroso servicio doméstico.

Curiosidades:


     La enseñanza de los buenos modales sociales, por ejemplo, la corrección en la mesa, formaba parte del “trabajo” de una madre de familia.


    La relación entre las madres victorianas y sus hijas jóvenes o adolescentes era de escasa intimidad y confianza. Ante todo, las señoras eran educadoras muy rígidas, pues se creía en la obligación de inculcar principios morales cuya transgresión era socialmente reprobable. Respecto a los secretos de la concepción o relaciones sexuales, eran temas absolutamente tabúes que ni siquiera se nombraban; es más, una verdadera señora ni siquiera mencionaba de manera franca a un niño aún no nacido. No obstante, las chicas veían en sus madres a las personas en quienes podían confiar en caso de necesidad o para resolver sus problemas personales, aunque no en sus dificultades matrimoniales; era proverbial que las damas victorianas, ante las desavenencias entre la pareja, advertían a sus hijas casadas que “quién escoge la cama, tiene que dormir en ella”.

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