A lo largo de todo el siglo XIX,
las publicaciones de moda femenina se hicieron muy numerosas, sobre todo en
París y, más tarde, también en Londres, y en ellas se puede seguir con todo
detalle las evoluciones de los gustos de la época. Las damas cuidaban mucho su
apariencia física, pero hasta entonces no habían tenido oportunidad de
practicar lo que iba a constituir la afición más importante de las señoras
victorianas: pasar la tarde de compras.
En el sistema de valores burgués
de la época victoriana, las apariencias tenían una importancia en verdad
desmesurada. Para damas y caballeros, lo más importante era mostrarse en
salones, teatros y paseos de la manera más ostentosa posible, a fin de hacer
patente la propia riqueza. Para los aristócratas, tal necesidad fue más
acuciante aún con la aparición de fortunas ligadas no al patrimonio familiar,
sino al comercio o la industria: es decir, de los nuevos ricos.
Por si fuera poco, en el siglo
XIX se instalaron las primeras casas de modas en París y Londres, y fue una
española, la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III de Francia,
la primera que se vistió en una casa de alta costura, pues encargaba todos sus
trajes al modisto Worth. Pero no era lo más frecuente; por lo general, las
damas victorianas pasaban muchas horas recorriendo las tiendas para comprar
tejidos, lazos, flores, tules y abalorios, y con ellos se dirigían a sus
modistas preferidas y creaban sus propias toilettes.
Los fabricantes de tejidos se
esmeraban en poner a disposición de sus clientes las mejores telas, y los
comerciantes traían de Asia tejidos exóticos y carísimas sedas para complacer
la creciente demanda. Pero sólo las damas muy ricas podían resistir el esfuerzo
económico que representaba un gasto semejante, pues las grandes señoras no
repetían traje si podían evitarlo. También la cosmética se desarrolló
enormemente, al igual que la perfumería, que tomó un gran impulso con el
nacimiento de las fragancias florales, muy adecuadas para mujeres jóvenes.
La pasión por la moda llegó a
alcanzar a todas las clases sociales, hasta tal punto de que, hacia 1870, las
señoras burguesas solían quejarse de que era imposible distinguir a una criada
cuando dejaba su uniforme y se vestía con ropa de calle, lo que las mortificaba
muchísimo. De todas formas, no hay duda de que era una expresión exagerada,
pues a estas chicas les costaba mucho esfuerzo y ahorro disponer incluso de un
único traje para los días de fiesta.
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