viernes, 31 de agosto de 2012

El Palacio de Oriente. (III Parte).


    Interior del palacio.
   
    Planta baja.

    Real Biblioteca.



    La Real Biblioteca ocupa el ángulo noroeste del palacio y consta de dos plantas, amuebladas con librerías de caoba. Alberga colecciones de libros, medallas y monedas en número de 300.000 obras impresas, 4.000 manuscritos, 3.000 obras musicales, 3.500 mapas, 200 grabados y dibujos y alrededor de 2.000 monedas y medallas.

    Real Botica.



    Durante el reinado de Felipe II la Real Farmacia se convirtió en un apéndice de la Casa Real, con la orden de abastecerla de medicamentos, función que continúa en nuestros días. La Real Farmacia que existe en la actualidad fue fundada como Museo de Farmacia en 1964. Las salas de destilaciones y las dos salas adyacentes a la farmacia fueron reconstruidas tal y como eran durante los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII. Los frascos son anteriores y fueron realizados en las fábricas de la Granja y del Buen Retiro, existiendo también otros enseres fabricados en loza de Talavera en el siglo XVII.

    Real Armería.



    Considerada, junto a la imperial de Viena, como una de las mejores del mundo, está formada por piezas que van desde el siglo XV en adelante. Son de destacar las piezas de torneo realizadas para Carlos V y Felipe II por los principales maestros armeros de Milán y Augsburgo. Entre las piezas más llamativas sobresale la armadura y aperos completos que el emperador Carlos V empleó en la Batalla de Mühlberg, y con los cuales fue retratado por Tiziano en el famoso retrato ecuestre del Museo del Prado. Una parte de la armería se perdió durante la Guerra de la Independencia y durante la Guerra Civil Española. Aun así, la armería conserva algunas de las piezas más importantes de este arte a nivel europeo y mundial, entre ellas varias firmadas por Filippo Negroli, uno de los artífices más afamados del gremio.

Fuentes: Wikipedia y Patrimonio Nacional.

jueves, 30 de agosto de 2012

El Palacio de Oriente. (II Parte).


    Exterior del palacio.



    La fachada principal de Palacio fue construida sobre un basamento almohadillado, sobre el que se eleva el cuerpo principal de la construcción, estructurado por pilastras toscanas de orden gigante entre las que se abren ventanas y balcones. El coronamiento del edificio, con una imponente balaustrada, se planificó con una serie de estatuas de santos y reyes, reubicadas en otros lugares bajo el reinado de Carlos III con el fin de dotar a la construcción de un aire más clasicista.

    La restauración de las fachadas en 1973, que repuso algunas esculturas, permitió apreciar el diseño trazado por Sachetti. En su día, el italiano dispuso catorce jarrones y ubicó en las esquinas las estatuas del tlatoani azteca Moctezuma II y del inca Atahualpa, obras de Juan Pascual de Mena y Domingo Martínez, respectivamente. Cerca de las columnas toscanas están representaciones de Flavio Honorio, Teodosio el Grande, Adriano y Trajano. Un medallón con figuras clásicas remata el conjunto.



    En la fachada meridional fueron dispuestas las estatuas de Felipe V, María Luisa Gabriela de Saboya e Isabel de Farnesio, así como la de Fernando VI y su esposa Bárbara de Braganza. A modo de remate, se sitúa un relieve que representa el Sol recorriendo el Zodiaco.

    Es muy destacable la intervención de Juan Domingo Olivieri y su taller, quienes labraron más de la mitad de las esculturas que ornaban el palacio en tiempos de Fernando VI. También fue autor de muchos motivos heráldicos, mascarones y otras figuras alegóricas, situadas en lugares menos destacados.

    Plaza de la Armería.



    En ella se encuentra la Catedral de Santa María la Real de la Almudena, cuya construcción fue patrocinada por el rey Alfonso XII para albergar los restos de su esposa María de las Mercedes de Orleans. Las obras de edificación del templo comenzaron en 1878 y concluyeron en 1992. Esta plaza limita hacia el oeste con los Jardines de Lepanto en la Plaza de Oriente.
Narciso Pascual Colomer, el mismo arquitecto que trazó la Plaza de Oriente, diseñó el trazado de la plaza en 1879, aunque no llegó a realizarse. La ejecución se produjo finalmente en 1892, según un nuevo proyecto del arquitecto Enrique María Repullés.

    Los antecedentes de esta plaza se remontan a 1553, año en que Felipe II ordenó levantar un edificio para alojar las caballerizas reales, reformado en 1670 por José del Olmo. La construcción sobrevivió hasta 1884, un incendio hizo imprescindible su derrumbe.



    El solar que hoy ocupa la plaza de la Armería fue usado durante muchas décadas como ante-plaza de armas. Sachetti intentó construir una catedral que rematara la cornisa del Manzanares, y Sabatini propuso unir dicho edificio con el Palacio Real, a fin de formar un solo bloque. Ambos proyectos fueron ignorados por Carlos III.

    Ángel Fernández de los Ríos propuso en 1868 la creación de un gran espacio arbolado que recorrería todo el contorno de la plaza de Oriente, con el propósito de dar una mejor vista al Palacio Real. Una década más tarde Segundo de Lema añadió una escalinata al diseño original de Fernández, lo que desembocó en la idea de Francisco de Cubas para dar más importancia a la incipiente iglesia neogótica de la Almudena, cuya construcción historicista y clásica armoniza con el estilo del Palacio Real.

    Plaza de Oriente.




    Se trata de una plaza rectangular de cabecera curvada, de carácter monumental, cuyo trazado definitivo responde a un diseño de 1844 de Narciso Pascual y Colomer. Uno de sus principales impulsores fue el rey José I Bonaparte, quien ordenó la demolición de las casas medievales situadas sobre su solar.

    La plaza de Oriente es de forma rectangular, si bien su cabecera, situada al este, se cierra formando una curva, presidida por el Teatro Real. Pueden distinguirse tres grandes cuadrantes: los jardines centrales, los Jardines del cabo Noval y los Jardines de Lepanto.



    Los jardines centrales están dispuestos alrededor del monumento a Felipe IV, en forma de cuadrícula, siguiendo el modelo barroco de jardinería. Están conformados por siete parterres, poblados por setos de boj, formas de cipreses, tejos y magnolios de pequeño tamaño, así como por plantaciones florales, de carácter temporal. Se encuentran delimitados a ambos lados por sendas hileras de estatuas que actúan como línea de división de los otros dos cuadrantes.

    La plaza alberga una colección escultórica de veinte reyes españoles, correspondientes a cinco visigodos y a quince monarcas de los primeros reinos cristianos de la Reconquista. Estas estatuas, realizadas en piedra caliza, se distribuyen en dos hileras, que surcan el recinto en dirección este-oeste, a ambos lados de los jardines centrales. Conocidas popularmente como los «reyes godos», marcan la línea de división entre el cuerpo central de la plaza y los Jardines del cabo Noval, al norte, y de Lepanto, al sur. El grupo de estatuas forma parte de una serie dedicada a todos los monarcas de España, mandada hacer para la decoración del Palacio Real de Madrid durante el reinado de Fernando VI. Se ejecutaron entre 1750 y 1753.

    Jardines del Campo del Moro.



    Estos jardines deben su nombre a que supuestamente en este lugar acamparon las tropas del caudillo musulmán Alí ibn Yúsuf en 1109 durante un intento de reconquista de la plaza de Madrid. Las primeras obras para acondicionar la zona se deben a Felipe IV, durante cuyo reinado se construyeron fuentes y se plantaron diferentes tipos de vegetación, aunque el aspecto general del lugar siguió bastante descuidado. Durante la construcción del nuevo palacio se realizaron diversos proyectos de ajardinamiento basados en los jardines del Palacio de la Granja, pero no se llegó a realizar nada por la falta de fondos, no siendo hasta el reinado de Isabel II en que se comienza un ajardinamiento más serio. En esta época se diseña un gran parque de tipo romántico y se instalan fuentes traídas desde el palacio de Aranjuez. Con la caída de Isabel II los jardines sufren un periodo de abandono y descuido en el que se pierde una parte del diseño y no es hasta la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena cuando se inician una serie de obras de recuperación, otorgándole el diseño actual, que sigue el trazado de los parques ingleses del siglo XIX.

    De forma ocasional a lo largo de su reinado, como por ejemplo para celebrar su onomástica el día de San Juan, el rey Juan Carlos ha celebrado recepciones y cenas de gala en estos jardines durante los meses de verano.

    Jardines de Sabatini.



    Situados en la parte norte, entre el Palacio Real, la calle de Bailén y la cuesta de San Vicente. De diseño francés, son unos jardines de carácter monumental, creados en los años treinta del siglo XX. Reciben la denominación de Sabatini debido a que en este lugar se ubicaron las caballerizas construidas por este arquitecto para servicio del Palacio. Estos jardines están adornados con un estanque a cuyo alrededor se sitúan algunas de las estatuas de los reyes españoles que en un principio estaban destinadas a coronar el Palacio Real. Situadas de modo geométrico entre sus paseos, se encuentran varias fuentes.

    El gobierno republicano ordenó la incautación de diferentes bienes de la Familia Real Española, entre ellos éste, cediéndolo al Ayuntamiento de Madrid para poder levantar un parque público. El proyecto fue adjudicado al arquitecto zaragozano Fernando García Mercadal tras resultar ganador en el concurso convocado. En 1972 se reformaron los jardines, construyéndose las escaleras monumentales.

Fuentes: Wikipedia y Patrimonio Nacional.

miércoles, 29 de agosto de 2012

El Palacio de Oriente. (I Parte).

Palacio Real de Madrid.



    El Palacio Real de Madrid es la residencia oficial del rey de España, utilizada fundamentalmente para ceremonias oficiales, ya que los Reyes residen habitualmente en el Palacio de la Zarzuela. Es el mayor palacio de Europa Occidental en cuanto a extensión, con 135.000 m² y 3.418 habitaciones. Alberga un valioso patrimonio histórico-artístico, los Stradivarius Palatinos y también colecciones muy relevantes de otras disciplinas artísticas como pintura, escultura y tapicería.

    Otra de las denominaciones empleadas para referirse al edificio es la de Palacio de Oriente. Este nombre se origina por la plaza a la que recae una de las balconadas del palacio, la plaza de Oriente, en la que también se encuentra el Teatro Real.

    El palacio fue levantado por orden del rey Felipe V sobre las ruinas del Real Alcázar, destruido por un incendio en 1734. Su construcción comenzó en 1738, según planos del arquitecto Filippo Juvara, modificados de manera notable por su discípulo Juan Bautista Sachetti. Francesco Sabatini se encargó de la conclusión del edificio, así como de obras secundarias de reforma, ampliación y decoración. Carlos III fue el primer monarca que habitó de forma continua el palacio.



    El último monarca que vivió en palacio de manera continua fue Alfonso XIII, aunque Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, también habitó en el mismo, siendo por tanto el último Jefe de Estado que lo hizo. Durante ese periodo fue conocido como «Palacio Nacional». Todavía hay una sala, al lado de la Real Capilla, que se conoce por el nombre de «despacho de Azaña».

    El interior del palacio destaca por su riqueza artística, tanto en lo que se refiere al uso de toda clase de materiales nobles en su construcción como a la decoración de sus salones con obras de arte de todo tipo, como las pinturas de artistas de la talla de Caravaggio, Velázquez, Francisco de Goya y frescos de Corrado Giaquinto, Giovanni Battista Tiepolo o Anton Raphael Mengs. Otras colecciones de gran importancia histórica y artística que se conservan en el edificio son las de la Armería Real, porcelana, relojería, mobiliario y platería. Actualmente Patrimonio Nacional, organismo autónomo dependiente del Ministerio de la Presidencia, gestiona los bienes de titularidad pública puestos al servicio de la Corona, entre ellos el Palacio Real.

      Historia del edificio.



    El antecedente directo del Palacio de Oriente es el Real Alcázar, fortaleza levantada en el mismo solar donde hoy se alza la construcción barroca. Su estructura fue objeto de varias reformas —sobre todo la fachada—, pues el rey Enrique III de Castilla lo convirtió en una de sus más frecuentadas residencias, tras lo que el recinto obtiene el adjetivo de «real». Su hijo Juan II edificó la Capilla Real y varias dependencias. Sin embargo, durante la Guerra de Sucesión Castellana (1476) las tropas de Juana la Beltraneja fueron situadas en el alcázar, lo que ocasionó varios deterioros al edificio real.

    El emperador Carlos I mandó llevar a cabo una importante restauración del alcázar, empleando ya una arquitectura renacentista. Felipe II siguió con las obras contratando a artistas de Italia, Francia y los Países Bajos. Fue por entonces cuando se construyó la llamada Torre Dorada y la Real Armería, derribada en 1894. Felipe III, Felipe IV y Carlos II continuaron con este proyecto.

    Cuando llegó al trono Felipe V de Borbón en 1700 consideró que el antiguo alcázar era demasiado austero y estaba anticuado por lo que acometió nuevas reformas. La reina María Luisa Gabriela de Saboya por su parte y la Princesa de los Ursinos redecoraron las estancias al gusto francés.

    El palacio barroco.



    Filippo Juvara fue el encargado de dirigir los trabajos del nuevo palacio. El italiano ideó un monumental proyecto de enormes dimensiones, que no llegó a realizarse debido a la intempestiva muerte del artista. Juan Bautista Sachetti, discípulo de Juvara, fue elegido para continuar la obra de su maestro. Planteó una estructura de planta cuadrada centrada por un gran patio también cuadrado y resolviendo los distintos ángulos con cuerpos salientes.

    Fernando VII, que estuvo muchos años preso en el Castillo de Valençay, inició la más profunda remodelación del palacio en el siglo XIX. El objetivo de esta reforma era convertir el anticuado edificio construido a la italiana en un moderno palacio al estilo francés. Sin embargo, su nieto Alfonso XII se planteó convertir al palacio en una residencia al estilo victoriano. Las obras fueron dirigidas por el arquitecto José Segundo de Lema y consistieron en la habilitación de varias habitaciones, la sustitución de pavimentos de mármol por parqué y la adición de mobiliario de la época. Las restauraciones efectuadas durante el siglo XX tuvieron la misión de reparar los daños causados durante las guerras civiles padecidas por España, instalar o reinstalar nuevos conjuntos decorativos y sustituir los entelados de las paredes dañados por reproducciones fieles al original. Fue construida por Pere Vidal y con ayuda de Peter Whitel.

Fuentes: Wikipedia y Patrimonio Nacional.

martes, 28 de agosto de 2012

Franceso Sabatini.


    Francesco Sabatini (n. Palermo; 1722 — f. Madrid; 19 de diciembre de 1797), conocido también como Francisco Sabatini, fue un arquitecto italiano que desarrolló la mayor parte de su trayectoria profesional en España al servicio de la Casa Real.



    Su estilo, que ha sido calificado de barroco clasicista cosmopolita, y que responde a su aprendizaje en Roma con Ferdinando Fuga y Luigi Vanvitelli, es identificable con la transición entre la arquitectura barroca y la neoclásica. Tiene un fuerte componente clasicista que, no obstante su interés por el estudio de las ruinas romanas, es más próximo a la arquitectura del renacimiento que a los rasgos puros del periodo posterior (representado por Juan de Villanueva).

    Biografía.

    Natural de Palermo (en Sicilia, entonces parte del reino de Nápoles y Sicilia), estudió Arquitectura en Roma. Sus primeros contactos con la monarquía española se remontaban a su participación bajo la dirección de su suegro, Luigi Vanvitelli, en la construcción del Palacio Real de Caserta para el rey de Nápoles, Carlos VII, el futuro rey Carlos III de España. Entre 1745 y 1750 levantó la planimetría de las ruinas y templos de Paestum en el proyecto de investigación arqueológica dirigido por el conde Gazzola.

    Al subir Carlos III al trono español, lo llamó a Madrid en 1760 y lo encumbró por encima de los arquitectos españoles más destacados de la época. Se le nombró Maestro Mayor de las Obras Reales, con rango de teniente coronel del Cuerpo de Ingenieros, a la vez que se le designaba como académico honorífico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

    Su talento como arquitecto y el favor que le profesaba el rey le reportaron numerosos trabajos y encargos. Su trayectoria profesional se vio premiada en repetidas ocasiones. Fue ascendido a teniente general del Cuerpo de Ingenieros, se le otorgó hábito de caballero de la Orden de Santiago, y tuvo acceso directo al círculo de confianza del rey tras su designación como gentilhombre de cámara.

Fuentes: Wikipedia.

domingo, 26 de agosto de 2012

El Conde de Aranda. (II y última parte).


    Durante el reinado de Carlos IV.

     Durante el reinado de Carlos IV, se produjo la Revolución francesa, hecho que significó el ascenso y la definitiva caída del conde de Aranda.



    La revolución francesa y la caída de Aranda.

    Tras la muerte de Carlos III, el 14 de diciembre de 1788, accedió al trono Carlos IV. Éste intentó mantener intacta la política y los ministros que heredaba.

    A partir de los hechos revolucionarios de Francia en 1789, el mayor esfuerzo de la política de Floridablanca se centraba en mantener en secreto los sucesos franceses en España con el fin de que no se extendiera la revolución por el país. Por ello contó con el apoyo del Santo Oficio y sectores importantes del clero. Aranda atacó esta alianza con el desprestigiado organismo inquisidor y, apoyado por su partido aragonés, logró que el rey destituyera a Floridablanca cuyo puesto pasó a ocupar en febrero de 1792.

    Meses después del ascenso Aranda mandó encarcelar a Floridablanca en la fortaleza de Pamplona, al tiempo que se buscaban pruebas para poder acusarlo de abuso de poder. Aranda, tan pronto como tomó el poder, empezó a cambiar, en sentido contrario, el rumbo político de su predecesor. A petición suya el rey abolió la junta suprema de Estado a la vez que reaparecía el Consejo de Estado, baluarte de los grandes en tiempos anteriores.

    Aranda suavizó la postura oficial hacia la revolución y redujo la vigilancia sobre los extranjeros, a la que tanta importancia había dado Floridablanca. Toleró la distribución de diarios franceses hasta que el encarcelamiento de la familia real francesa y la abolición de la monarquía dio pie a órdenes más estrictas en la inspección de todos los escritos procedentes de Francia. Al mismo tiempo, España se veía invadida por una ola de refugiados, la mayoría aristócratas y clérigos. A los clérigos refugiados se les prohibió predicar, así como dedicarse a la enseñanza, a la vez que se vieron obligados a no hacer mención alguna sobre los acontecimientos que se desarrollaban en Francia.

    En noviembre de 1792, Aranda, demasiado comprometido con el reformismo y con los enciclopedistas - cuyas ideas fueron la base ideológica de la revolución - fue sustituido por Manuel Godoy, un guardia de corps que se había ganado la confianza de la mujer del rey, María Luisa, al parecer, como amante. Pocos meses después el rey Luis XVI era guillotinado produciéndose la Guerra de la Convención. Aranda continuó siendo decano del Consejo de Estado, puesto desde el que agrupó a los enemigos de Godoy.

    El 14 de marzo de 1794, ante la presencia del rey, Aranda atacó en el Consejo de Estado la decisión de Godoy de continuar la guerra con Francia. La dureza del ataque de Aranda fue aprovechada por el favorito Godoy para presionar al rey con la destitución de Aranda. Así fue, Aranda fue desterrado a Jaén ese mismo día.

    Ya no regresaría nunca a Madrid.

    Juicio a la leyenda negra.

    Es un personaje sobre el que recae una leyenda negra formada por las naciones extranjeras y sus enemigos nacionales, al igual que sobre otros personajes relevantes en su tiempo. Es importante conocer el contexto en el que se llevan estas acusaciones y el por qué de ellas.

    El Conde era una persona importante en su tiempo, sobre el que recaía un gran poder, con el cual hacía y deshacía a su gusto, sólo corregido o ignorado por el rey. Este poder había sido arrebatado con astucia y tal vez con mentiras y traiciones a otro gran ilustre, Floridablanca, a la par caído en desgracia, como él posteriormente. Él polarizaba un sector amplio de la sociedad, confrontándose con los ideales del ilustrado aragonés. Así Floridablanca supuso además de un escollo que superar un enemigo al que acallar en casa y le dejó un regalo envenenado de despedida, como fue el edicto de expulsión de los jesuitas de España, que él tuvo que efectuar y que le causó grandes críticas. Si bien en la expulsión intentó que estos tuvieran el menor riesgo posible y les adecentó lugares donde poder desempeñar funciones, procuró que no hubiera altercados de la plebe hacia los jesuitas y suplió la falta de estos en la escuela con maestría, pues los maestros ocuparon sus puestos.

    Otro punto a tener en cuenta es que el Conde con su posición ideó soluciones a los problemas que la Corte tenía que resolver. Aunque no tuvieron a bien hacerse, despertaron en las naciones adversas, con informes de embajadores y espías una animadversión grande y un interés creciente, para deshacerse de este personaje influyente. A esto se sumaron:

  • Sus decisiones de entorpecer el acceso a Gibraltar, sin motivos, para causar una guerra, como era colocar en todos los alrededores de la bahía de la parte española obstáculos subacuáticos que entorpecieran el fondeado y entrada de barcos a la ayuda de los gibraltareños.
  • Instrucciones contra el comercio inglés en España tras un conflicto por las Malvinas.
  • La correspondencia con Ricardo Wall dentro de la Guerra de los Siete Años entre Inglaterra y Francia, en la que la corona española sopesó la invasión de Inglaterra.
  • La visión que tenía sobre las soluciones a las colonias, porque veía con buenos ojos la implicación en los asuntos de la corona y una mayor libertad y decisión de los siervos de ellas, al haber observado su descontento y el nacimiento de insurrecciones. Teniendo una idea de gobierno de bien común, al estilo de la posterior Mancomunidad de Naciones Británica o British Commonwealth of Nations, donde explotar los lazos en común que todas las colonias tenían con la corona. Y así evitar el aumento de los nacionalismos e idealismos surgidos de la Revolución francesa que exportaban las demás naciones; teniendo en cuenta que influyeron en el propio funcionariado de España y las colonias, y que estos alentaban los ideales extranjeros ante la inflexible respuesta de la corona a sus sugerencias.

    Además de sus enemigos extranjeros, le tocó vivir a la sombra del favorito de la Corte, Manuel Godoy, que tardó menos de un año en suplantarlo.

    Muerte y sepultura.

    En 1795 el rey Carlos IV le autorizó a residir en Aragón, y el conde de Aranda decidió entonces retirarse a vivir en el municipio zaragozano de Épila, donde falleció en 1798.

    Su cadáver recibió primeramente sepultura en el monasterio de San Juan de la Peña, y posteriormente fue trasladado al Panteón de Hombres Ilustres, situado en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid.

    Finalmente, en 1985, los restos mortales del conde de Aranda fueron devueltos al monasterio de San Juan de la Peña, y actualmente descansan en el Panteón de Nobles del citado monasterio altoaragonés.

    Valoración.

    El conde de Aranda es considerado como una de las personalidades más discutidas de la historia de España del siglo XVIII y puede encuadrarse en el grupo de personajes que representan el reformismo ilustrado español entre los que estarían José Nicolás de Azara, Zenón de Somodevilla y Bengoechea, Campomanes, Floridablanca, duque de Alba o Jovellanos.

    El Conde de Aranda ha sido un hombre que dedicó su vida a la patria y al servicio de los reyes Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, planeando su ideología reformista ilustrada para el gobierno de la nación. Contribuyó en la mejora y cuantificación de la sociedad española de su tiempo, con su censo de población, uno de los primeros de Europa y su sociedad económica del Partido Aragonés, con el que colaboró en obras y desarrollo de Aragón y España. Amante de las obras de arte, introdujo en España la elaboración de porcelana, mediante una fábrica propia en Alcora, aprovechando unos hornos de vasijas y cántaros heredados. En su villa preferida, donde residió y murió (Épila), dejó como testimonio de su vida, además de su palacio, un convento adjunto a éste, heredado de la familia. Este convento fue perpetuado por el Conde y ha sido uno de los mejores archivos sobre el reino de Aragón y España que su descendiente, la duquesa de Alba, donó en parte al gobierno de Aragón, bajo beneficios fiscales. Todavía no ha sido alojado correctamente en un edificio acorde a su importancia y guarda el sueño de los justos, archivado en las dependencias provisionales. También el sueño frustrado por su muerte y casi quiebra económica de un teatro de alto rango en la excelentísima villa y la colección de trajes reales del rey Juan I de Castilla, que nació en esta villa y custodiaba con cariño el conde, hasta el desalojo y venta por ruina del palacio al ayuntamiento de la localidad. Los trajes, obras de arte, muebles, etc. se disgregaron entre los inmuebles de la duquesa de Alba.

    Edificaciones, influencias y empresas del Conde en España.

    El Conde de Aranda encargó el diseño del Salón del Prado a José de Hermosilla, aunque fue finalmente Ventura Rodríguez quien ejecutaría este proyecto. Contribuyó a la creación de un convento adjunto a su palacio de Épila y una casona de verano en esta localidad zaragozana de Aragón. Pero también hizo de mecenas para ayudar en la obra más influente y fuerte de la acontecidas en su tiempo en Europa, como fue el Canal Imperial de Aragón de Ramón Pignatelli, que en su origen uniría el Cantábrico con el Mediterráneo de modo navegable y se explotaría para usos agrícolas, repartiendo el agua por estos territorios y haciendo realidad un sueño del Reino de Aragón, para exportar sus materias primas de ganado, peletería, lana y hortofrutícola; aunque no se desarrolló en su totalidad por lo caro y complejo de su realización.

    En 1765, cuando el urbanismo aún lo trazaban los ingenieros militares, el Aranda dejó escrito un memorando de siete pliegos y medio, bajo el epígrafe de «Alicante», para Cartagena. En uno de sus párrafos se dice: «En la anchurosa calle que resultaría del abatimiento del muro antiguo, desde el torreón de San Francisco hasta el de San Bartolomé (es decir, la Rambla, y antes y sucesivamente, paseo del Vall, de Quiroga y de la Reina), se ha de formar un paseo con árboles y bancos que, sirviendo al propio tiempo para el tráfico y transporte, proporcione un paraje interior de concurrencia, para pasear a pie y tratarse las gentes decentes de la ciudad». No podía ser menos. Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, sabía muy bien la importancia y necesidad que para los ciudadanos tienen los parques, paseos y zonas verdes. No en balde, creó el Pardo, favoreció el Retiro y autorizó las fiestas de máscaras. El conde de Aranda envió su escrito, que se conserva en el Archivo Municipal, al gobernador y corregidor de esta plaza, Juan José Ladrón de Guevara, con una carta adjunta, en la que le advierte: «Señor mío: consiguiente a las ideas de ampliación del muelle y otras novedades útiles a la conveniencia y hermosura de esa ciudad que formé durante mi permanencia en ella, he formado el concepto y proposición de los puntos que se han de examinar y sobre que se ha de proyectar lo mejor, que incluye a VE una copia». Y agrega: «Pasará de un día a otro a esa ciudad, desde Cartagena, el coronel de ingenieros don Matheo Bodopich, para hacerse cargo de las especies promovidas y proyectar facultativamente sobre ellas, entendiéndose también con el comisario de Guerra don Gerónimo Ontizá que correrá a su tiempo con los intereses de las obras. VE., como gobernador, dará a ambos las luces y auxilios que necesiten y me dará particular satisfacción, en frecuentarme cuantas reflexiones le ocurriesen sobre el particular de que se trata». El conde de Aranda insistió en añadir nuevos espacios «al cuerpo de población, para que unida con el existente facilite, con sus construcciones, hermosura a ella y comodidad a sus habitantes».

    Fue emprendedor en la modernización de la cerámica de Alcora que quiso ejercer en la fábrica que heredo de su padre. Esta hazaña se llevó a la ficción en la serie de rtve " El secreto de la porcelana" de 1999.

Fuentes: Wikipedia.

sábado, 25 de agosto de 2012

El Conde de Aranda. (I Parte).


    Pedro Pablo Abarca de Bolea, (Siétamo, Huesca, 1 de agosto de 1719 — Épila, Zaragoza, 9 de enero de 1798) fue un noble, militar y estadista ilustrado español, X conde de Aranda, Presidente del Consejo de Castilla (1766 - 1773) y Secretario de Estado de Carlos IV (1792).



    Primeros años.

    Pedro Pablo Abarca de Bolea nació en el castillo de Siétamo en el seno de una ilustre familia aragonesa. Se educó en el Seminario de Bolonia (Italia) y en Roma. Siendo muy joven realizó muchos viajes por toda Europa recibiendo una sólida y liberal formación que pronto hizo que se le identificara con los filósofos y enciclopedistas.

    En 1740, consolidada su vocación militar, entró a servir en el ejército con el marqués de Montemar y el general Gages. Más tarde se trasladó a Prusia, donde conoció a Federico el Grande; residió en París y regresó a España. Por su trabajo el rey Fernando VI le designó embajador en Lisboa; comenzaba así a tener influencias poderosas y a ganar popularidad. Reinando Carlos III conquistó el grado de capitán general y luego fue nombrado gobernador de Valencia, cargo al que tuvo que renunciar para presidir en 1765 el Consejo de Castilla y para ser capitán general de Castilla la Nueva (11 de abril de 1766).

    Fue un hombre sincero y testarudo, patriota y monárquico fiel. Su carácter campechano y risueño le recompensó con la simpatía del pueblo.

    Durante el reinado de Carlos III.

    Durante el reinado de Carlos III tres hechos, en los que el conde de Aranda participó activamente, marcaron su línea y su capacidad política. Fueron: el motín de Esquilache, la caída de los jesuitas y su etapa como embajador en París.

    El motín de Esquilache.

    El conde de Aranda pasó a ocupar la presidencia del Consejo de Castilla a raíz del motín de Esquilache. El motín había finalizado gracias a las concesiones arrancadas a Carlos III, que el pueblo consideraba como una victoria. El espíritu de sedición se había extendido produciendo sangrientos episodios en Zaragoza (abril de 1766) y, más tarde, en Cuenca, Palencia, Ciudad Real, La Coruña y Guipúzcoa.

    Apoyado por abogados como Miguel de Múzquiz, Campomanes y Floridablanca, y en nobles aragoneses como Manuel Roda y Gregorio Muniaín, Aranda realizó la difícil misión de abolir hábilmente las irrealizables concesiones otorgadas por el Rey. Se trataba de consolidar la autoridad real sin excitar pasiones que pudieran dar paso a nuevos motines. Lo logró con mucha profesionalidad; supo aprovechar su popularidad entre la clase media y los artesanos a los que se dirigía más en forma de súplica que de imposición.

    Logró que fuese sustituido el chambergo y la capa larga por el tricornio y la capa corta. La Guardia Valona regresó a Madrid y el Congreso de Castilla proclamó una sentencia en la que declaraba nulas las principales demandas otorgadas a los autores del motín de Esquilache.

    Aranda quiso culminar su obra pacificadora y propuso el regreso del Rey que, inseguro en Madrid, se había trasladado al Palacio Real de Aranjuez. Carlos III se resistió, pero luego aceptó volver.

    Durante los años que estuvo al frente del Consejo de Castilla, instauró una política reformista basada en los principios de la Ilustración con la que consiguió el aprecio popular y el elogio del mismo Voltaire. Para llevar a cabo las reformas contó con la colaboración de Campomanes, persona de máxima influencia del Rey durante la época. Las reformas se centraron en la cuestión agraria; colonización de sierra Morena, en las medidas regalistas, en el apoyo a las Sociedades Económicas de Amigos del País y en la elaboración del llamado censo de Aranda (1768-1769), el primer censo de población que se hizo en España.

    Expulsión de la Compañía de Jesús.

    La consecuencia casi inmediata del motín de Esquilache fue la expulsión de la Compañía de Jesús, uno de los hechos más controvertidos del reinado de Carlos III. En efecto, Aranda, apoyado por Campomanes abrió una pesquisa secreta a fin de recoger pruebas que testimoniaran la intervención de los jesuitas en el motín de Esquilache. El marqués de la Ensenada, el abate Gándaray el abate Hermos o fueron desterrados o encarcelados. El Rey acabó por firmar el decreto de expulsión de los jesuitas en febrero de 1767; este decreto contaba con la aprobación de las cinco sextas partes de los prelados españoles.

    Asimismo se aprovechó para abolir el fuero privado de los eclesiásticos que intervinieran en algaradas y se prohibió la posesión de imprentas en los institutos de clausura o en los lugares que gozaran de inmunidad eclesiástica.

    Los jesuitas fueron acusados, entre otras cosas, de tener un proyecto de erigir un imperio en Paraguay así como de estar en relación con los ingleses cuando éstos se apoderaron de Manila y de defender el concepto de tiranicidio, que sus enemigos traducían como regicidio. Por último se acusó al General de la Compañía, Lorenzo Ricci, de poner en duda el derecho de Carlos III al trono, por ser hijo sacrílego y adulterino.

    Se ha dicho que si el Rey tomó esa decisión fue por influjo de hombres como Aranda, de quien se llegó a decir que "sólo cifraba su gloria en ser contado entre los enemigos de la religión católica". A su vez Voltaire decía que "con media docena de hombres como Aranda, España quedaría regenerada".

    En 1773, el Papa Clemente XIV expidió la bula de extinción de la Compañía en toda la cristiandad.

    Embajador en París.




    Las tensiones producidas por la ocupación de las Malvinas por los ingleses enfrentaron al ministro de Negocios Extranjeros, Grimaldi, con el conde de Aranda. Éste era partidario de una intervención armada, solución que no resultó favorecida por la coyuntura internacional. España perdió Port Egmont, lo que significó una derrota para el partido aragonés, encabezado por Aranda. Éste se vio obligado a abandonar la presidencia del Consejo de Castilla para pasar a ser embajador en Francia en1773.

    Una fallida expedición de castigo a Argelia, dio pie a Aranda para, desde París, preparar el desquite del partido aragonés, relegado a un segundo plano desde su fracaso con la política de las Malvinas. El conde de Aranda consiguió el apoyo del príncipe de Asturias, y pronto lograron ver la caída de Grimaldi como ministro de estado. Sin embargo Aranda no fue nombrado para sucederle; en su lugar fue designado el conde de Floridablanca, adversario desde hacía muy poco tiempo de Aranda.

    Su tiempo en la embajada francesa no fue en vano. Logró entre otros éxitos, el pacto de Inglaterra por el cual Menorca fue devuelta a España (1783), consiguiendo así el tratado de paz con Gran Bretaña el cual puso fin a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos de América. Por el tratado España también consiguió la devolución de la Florida oriental y occidental, así como parte de las costas de Nicaragua, Honduras (la Costa de los Mosquitos) y Campeche y la colonia de Providencia. No obstante, tiene que reconocer la soberanía inglesa de las Bahamas y no logra recuperar Gibraltar.

    Su cargo en París duró diez años, durante los cuales conoció a los enciclopedistas y las ideas ilustradas. Aranda regresó a Madrid en1787. Se rodeó de militares y nobles descontentos de la gestión de Floridablanca cuyo puesto deseaba.

Fuentes: Wikipedia.

viernes, 24 de agosto de 2012

El Conde de Floridablanca.


    José Moñino y Redondo, I conde de Floridablanca (Murcia, 21 de octubre de 1728 -Sevilla, 30 de diciembre de 1808), fue un político español que ejerció el cargo de Secretario de Estado entre 1777 y 1792, y presidió la Junta Suprema Central creada en 1808.



    Sus primeros años.

    Inició sus estudios en Murcia y después en Orihuela donde se graduó en leyes en la Universidad de dicha ciudad. Estudió abogacía en la Universidad de Salamanca, profesión que ejerció junto a su padre durante algún tiempo. Sus contactos como abogado con personajes influyentes, como el duque de Alba o Diego de Rojas, le facilitaron la entrada en el Consejo de Castilla como fiscal de lo criminal en 1765. Allí estableció una relación estrecha con Campomanes, consagrándose ambos en la defensa de las prerrogativas de la Corona frente a otros poderes y en particular contra la Iglesia (regalismo).

    En 1767 actuó contundentemente contra los instigadores del motín de Esquilache en Cuenca y colaboró con Aranda y Campomanes en la expulsión de los jesuitas de los territorios de la corona española ese mismo año. En 1772 es nombrado embajador plenipotenciario ante la Santa Sede, donde influyó en Clemente XIV para obtener la disolución definitiva de la Compañía de Jesús, objetivo que alcanza en 1773. En premio a estos servicios, Carlos III le nombra conde de Floridablanca ese mismo año.

    Su etapa ministerial.

    El 19 de febrero de 1789 toma posesión como Secretario del Despacho de Estado (especie de ministro de Asuntos Exteriores), cargo que ocuparía hasta el 27 de febrero de 1792, ocupando interinamente la Secretaría de Gracia y Justicia entre 1782 y 1790.

    El Conde de Floridablanca creó en el año 1785 la Dirección General de Caminos, naciendo en el año 1799 la Inspección General de Caminos y Canales. 

    Floridablanca orientó la política exterior de Carlos III hacia un fortalecimiento de la posición española frente a Inglaterra, motivo por el que interviene en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos junto a Francia y las colonias rebeldes en contra de Inglaterra (1779-1783), gracias a lo cual consigue recuperar Menorca (1782) y Florida (1783). Sin embargo, no es capaz de tomar Gibraltar tras el Gran Asedio. Potenció también la amistad con los príncipes italianos de la Casa de Borbón y con Portugal (con la que firma un tratado de amistad en 1777, el tratado de San Ildefonso, por el que obtiene las islas africanas de Annobón y Fernando Poo).

    Pronto se vio enfrentado al partido aragonés que encabezaba el conde de Aranda, pues Floridablanca pretendía reequilibrar las instituciones de la Monarquía dando más peso al estilo de gobierno ejecutivo de las Secretarías de Estado y del Despacho, mientras que Aranda defendía el estilo tradicional que representaban los Consejos. En esa línea creó en 1787 la Junta Suprema de Estado (presidida por él mismo), que respondía a la idea de coordinar las distintas secretarías en una especie de Consejo de Ministros, obligando a todos los secretarios a reunirse una vez por semana.

    Ante esta situación, Floridablanca quiso abandonar su cargo, sin resultado, puesto que el testamento real estipulaba que el hijo y sucesor del rey Carlos III debía mantener su confianza en el Conde de Floridablanca. En 1789 el pueblo de Madrid, en múltiples panfletos, acusaba a Floridablanca de robo y de deslealtad a la Corona. Éste quiso dimitir, decisión no admitida por Carlos IV, el cual creó varias secretarías (Gracia y Justicia, Real Casa y Patrimonio) para aliviar los trabajos de Floridablanca.

    Antaño reformista, los sucesos de la Revolución francesa hacen cambiar de forma radical su punto de vista político, convirtiéndose en abanderado de una fuerte reacción, que lleva al encarcelamiento de Francisco Cabarrús y la caída en desgracia de Jovellanos y Campomanes. El 18 de julio de 1790 sufre un atentado, del que escapa ileso. Dos años más tarde Carlos IV le destituye y es apresado en su casa de Hellín. La subida al poder de Aranda le lleva a la cárcel en la ciudadela de Pamplona, bajo acusaciones de corrupción y abuso de autoridad. A la caída de Aranda, sustituido por Manuel Godoy, es liberado (1794). Sin embargo, Floridablanca no vuelve a intervenir en asuntos políticos y se retira a su ciudad natal, Murcia.

    Bajo su mandato se construyó el Canal Imperial de Aragón, del que todavía hoy depende el abastecimiento de agua potable de numerosos municipios, entre ellos Zaragoza, y el regadío de 26.500 Ha. de terreno entre Aragón y Navarra.

    Su oposición a la invasión napoleónica.

    Tras el levantamiento de Madrid contra los franceses (2 de mayo de 1808), José Moñino organiza la Junta Suprema de Murcia. Apoyó la candidatura de la infanta Carlota Joaquina de Borbón a la Regencia, en nombre del rey Fernando VII. Poco después fue nombrado presidente de la Junta Central Suprema, muriendo al poco tiempo en Sevilla.

jueves, 23 de agosto de 2012

Un fenómeno español; "El Majismo".


    Los majos eran los habitantes de los barrios bajos de Madrid y tenían sus vestidos peculiares que en realidad, constaban de las mismas piezas que otros vestidos populares de España y tenían la característica de ser muy coloridos y vistosos. Los hombres llevaban una redecilla o cofia recogiendo el cabello y grandes patillas. No usaban corbata sino un pañuelo de colores anudado a la garganta bajo el que se les veía siempre el cuello de la camisa. Vestían chaquetilla corta, generalmente adornada en la bocamanga y la pegadura de las mangas, chaleco, calzón, y en la cintura, una faja de colores. Las mujeres en la cabeza, usaban una cofia sobre el pelo, que se llamó escofia cuando se fue haciendo más grande; un jubón con haldetas sobre el torso, adornado como las chaquetas masculinas; un pañuelo rellenando el escote; una falda llamada guardapiés que dejaba ver los tobillos; y un delantal largo y estrecho como adorno.


    Los majos, además de sus vestiduras, se distinguían por su actitud: bravucona en el caso de los hombres, atrevida y descarada en el de las mujeres, actitud que se criticaba pero se consideraba en su momento muy “atractiva y seductora”. Estos son los tipos que Goya pintó en sus cartones para tapices y lo hizo por encargo de los entonces Príncipes de Asturias, los futuros Carlos IV (1789-1808) y María Luisa de Parma, muy aficionados a estas escenas populares. En los primeros cartones de Goya, los pintados en los años 70, los majos parecen gentes del pueblo, pero en los que pintó a finales de los años 80, los personajes son tan atildados que más que majos, parecen señores elegantes vestidos como los majos, como en el cuadro “La Vendimia”.

    Se suele utilizar la expresión majismo para designar la afición casticista de la aristocracia por el vestuario y las costumbres propias de manolos y majos de ambos sexos, incluyendo la música, bailes y diversiones populares (fandango, tauromaquia, etc.); en oposición a la moda francesa (representada por su contrafigura: el petimetre -joven de clase alta, amanerado y ocioso-) e incluso a los valores de la Ilustración.


    Manolo es una derivación coloquial del nombre Manuel, y desde finales del siglo XVIII, por un famoso sainete de Ramón de la Cruz (1769), se utiliza como sinónimo de guapovaliente o chulo, los rasgos con los que se identificaba a las clases populares madrileñas, de un modo equivalente al concepto de majo (para las mujeres, manola y maja) y en relación con los de chulapo y chispero. Son los personajes que inmortalizaron los cuadros de escenas populares de Goya, sobre todo sus series de cartones para tapices (La maja y los embozadosLa cometa), o las famosas La maja desnuda y La maja vestida (aunque la personalidad de la retratada es objeto de debate).

    El casticismo de la aristocracia española la hacía imitar el vestuario y la pose de los "manolos", de forma que es habitual que Goya también pintase a nobles con ropa similar. De una forma más trágica, también pueden reconocerse "manolos" o "majos" en los personajes que aparecen en Dos de mayo de 1808 y en Los fusilamientos del tres de mayo.


    Hay que recordar que el protagonismo de las masas en la historia española, y muy concretamente en Madrid, empieza a ser percibido desde el motín de Esquilache (1766), y más adelante se hace evidente la Guerra de Independencia Española (1808). Lo ambivalente de ese protagonismo es también el de la figura del "manolo", al que puede entenderse tanto como un epíteto admirativo como despectivo, según la intención del que lo use. Desde un punto de vista ilustrado, podría considerarse como el resumen de todos los vicios de un pueblo sumido en el atraso. Desde un punto de vista casticista, de las virtudes de la raza española. La postura de Goya es mucho más compleja, y toma parte de ambas. La mayor parte de los intelectuales de finales del siglo XVIII tomaron una clara postura en contra del majismo; Jovellanos llegó a denunciar la miserable imitación de las libres e indecentes danzas de la ínfima plebe.


    Existió por algún tiempo la rivalidad entre manolos y manolas, nombres asignados a los habitantes del barrio de Lavapiés (lo que tendría su origen en la profusión del nombre Manuel, con el que se dice que se bautizaron muchos judeoconversos, aunque en otras fuentes se asocia esta costumbre con los moriscos), y los chulapos y chulapas, nombres asignados a los del barrio de Malasaña o de Maravillas, también llamados majos. Los chulapos eran también conocidos como «chisperos», porque su barrio era donde se concentraba un gran número de herrerías, y muchos de sus mozos eran herreros. Los herreros eran denominados chisperos por las chispas con las que entraban en contacto como consecuencia de su oficio en la fragua. También se denomina chispero al encendedor o mechero, particularmente al antiguo, que consistía en obtener chispa de una piedra o pedernal para inflamar yesca o una mecha de cuerda. También existe un cohete chispero.


    Fue en esta época cuando se desarrolló el toreo a pie, que convertía en héroes y sacaba de la pobreza a estos personajes populares (antes se prefería el toreo a caballo, reservado a la nobleza), con lo que el traje llamado "goyesco" (redecilla para el pelo, pañuelo al cuello, chupa corta, chaquetilla, calzón hasta las rodillas y medias) inmortalizado en la serie de grabados de Goya, titulada: “Tauromaquia”, pasó a ser el de los toreros, evolucionando durante el siglo XIX al actual traje de luces.


    En relación con esta moda castiza, y con las mujeres, tenemos que hablar del “vestido nacional”, como lo llamaron los extranjeros que viajaron por España en esos años, que son los que nos hablan de él, pues a los españoles no les llamaba la atención. Todas las mujeres españolas se ponían, para salir a la calle o ir a la iglesia, una falda negra que se llamó basquiña (entonces las faldas de color se llamaron de otra manera) y se cubrían la cabeza y los hombros con una mantilla negra o blanca. Cuando entraban en una casa se quitaban ambas prendas, así que tenían que llevar debajo otra falda que se llamó brial, si estaba hecha de de tela de seda, o guardapiés, si estaba hecha de algodón. Todas las españolas tenían estas prendas, nobles, burguesas y mujeres del pueblo, entre ellas las majas; eran tan imprescindibles como las camisas y las enaguas, pero las señoras nobles no las usaban tan a menudo como las demás, ya que andaban muy poco por la calle; casi siempre iban en coche, un signo de distinción muy importante en aquellos años.

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Marqués de Esquilache.


    Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache (Messina, h. 1700 ó 1708 – Venecia, 15 de septiembre de 1785), fue un diplomático y político español de origen italiano.

    Biografía

    El nombre de Esquilache es la castellanización del italiano Squillace, municipio marítimo de la provincia de Catanzaro, en la italiana Calabria. Es la antigua Skyllition de la era helénica.

    Las primeras referencias ciertas a Leopoldo di Gregorio se encuentran hacia sus cuarenta años, combatiendo en Italia. Retirado más tarde a su natal Messina, en 1748, el futuro rey de España Carlos III de España (entonces Carlos VII de Nápoles), le nombró inspector de aduanas. Aquí se inició su vinculación al monarca, que sería de por vida. Más tarde se ocupó de la secretaría de hacienda del Reino de Nápoles.

    La entronización de Carlos III como rey de España en 1759 llevó al marqués junto a la Corona de nuevo. Nombrado primero en la Hacienda real, pasó pronto a ocupar la secretaría de Guerra en 1763. Con la absoluta confianza de Carlos III para llevar a cabo las reformas ilustradas, se convirtió en mano derecha del rey y, junto al marqués de la Ensenada, inició cambios encaminados a la modernización del país. Sin embargo, contó con la manifiesta hostilidad de la mayoría de la nobleza presente en la corte, que le vio como un extranjero empeñado en aplicar sin medida el despotismo ilustrado.

    Se enemistó con la entonces población española por sus medidas de control, que concernían hasta la vestimenta —detonante formal del conocido como Motín de Esquilache—, para evitar que se ocultasen armas de fuego bajo capas o faldones. La Iglesia, airada con su política anticlerical, se opuso a las medidas que la obligaban a la no confiscación libre de bienes sin antes recurrir al Estado y a la obligación de pagar tributo por los bienes que tuviera en desuso.

    Por el contrario, su buena administración fue bien acogida en las reformas de la villa de Madrid, que incluyeron saneamiento y alumbrado, además de mejoras notables en el trazado urbano que han perdurado y permitieron que a Carlos III se le llamase con el transcurrir del tiempo «el mejor Alcalde de Madrid». Estableció por vez primera la administración de rentas y aduanas en América, más concretamente en la Luisiana y Cuba, así como servicios permanentes de intendencia para las tropas allí desplazadas.



    El motín.

    La situación previa a los sucesos del 23 al 26 de marzo de 1766, los cuales dieron lugar a la salida de España de Esquilache, era propia del régimen despótico de la época. Por una parte, la Corte vivía en un ambiente de opulencia ante una población que sufría carestías en los alimentos básicos. Por otra, nobles y eclesiásticos, en especial jesuitas afectados por las reformas, habían hecho causa común con el pueblo llano. Sea como fuere, conjura o no, el motín general en Madrid obligó al Rey a aceptar las condiciones más o menos impuestas: salida de Esquilache del gobierno y su marcha inmediata a Nápoles y reforma de todo el gabinete, desterrando de él a los miembros no españoles del mismo. Otras peticiones no se atendieron: el precio de los productos alimenticios siguió alto, al no intervenirse en la política de abastos, y se mantuvo la Real Orden que regulaba las obligaciones sobre la vestimenta con capa corta. Poco después, Carlos III no dudaría tampoco en expulsar a los jesuitas.

    Esquilache abandonó definitivamente España en abril de 1766 desde el puerto de Cartagena, con rumbo a Nápoles. El día 5 de abril del citado año, a punto de salir hacia Italia dejó escrito: «yo he limpiado Madrid, le he empedrado, he hecho paseos y otras obras... que merecería que me hiciesen una estatua, y en lugar de esto me ha tratado tan indignamente». Ya desde Nápoles, y más tarde desde Sicilia, Esquilache no cesó de clamar por la rehabilitación de su honra, pidiendo un puesto que demostrase su inocencia, hasta que consiguió la embajada de Venecia en 1772, la cual conservaría hasta su muerte en 1785.

martes, 21 de agosto de 2012

La mantilla española.


    La mantilla es una prenda popular española consistente en un elegante tocado femenino de encaje. La palabra mantilla procede de la voz “manto”, el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la define como: “Prenda de seda, blonda, lana u otro tejido, adornado a veces con tul o encaje que usan las mujeres para cubrirse la cabeza y los hombros en fiestas y actos solemnes”.


Historia:

    La costumbre femenina de cubrirse la cabeza viene de tiempos remotos. Las damas de Elche y Baza, esculturas íberas realizadas  hacia el siglo VI a. C., lucen velo y peineta. Posteriormente, a lo largo de la Edad Media se siguieron utilizando en la Península Ibérica diferentes tipos de tocados para cubrirse la cabeza. Su uso se generalizó desde el siglo XVI siendo extensivo a todas las clases sociales; junto al rosario y el abanico, la mantilla era un atuendo obligado para salir a la calle ya que solamente las solteras podían llevar la cabeza descubierta, aunque lo normal era que también la usaran al igual que  las niñas pequeñas. No fue hasta principios del siglo XVII cuando se extendió su uso, y evolucionó para convertirse en pieza ornamental del vestuario femenino, sustituyéndose el paño por los encajes como así lo atestiguan algunos cuadros del pintor sevillano Velázquez. Sin embargo, su uso no se generalizó entre las mujeres de alta posición hasta bien entrado el siglo XVIII tal como se aprecia en numerosos cuadros de Francisco de Goya.
  
Evolución:

    Su evolución se vio influenciada por diferentes factores de tipo social, religioso, e incluso climático; condicionando estos últimos el tipo de material utilizado para su confección. En la zona norte se empleaban tejidos tupidos con el fin de servir de abrigo; generalmente paño, llegando a veces a completar su elaboración con terciopelo, seda o abalorios. En la zona sur los materiales que se empleaban eran más finos y ligeros, dado que su uso se limitaba a proteger del sol o servir como elemento decorativo del vestuario femenino. Su decoración se elaboraba con cuidado en ambas zonas, siendo las de diario más sencillas que las de “fiesta”.


    Para su confección se utilizaban todo tipo de tejidos más o menos ricos dependiendo de la capacidad económica de su poseedora, desde vastos linos a finos paños y bayetas, pasando por la franela, la sarga, el tafetán, la gasa, el raso o la seda; a veces una misma prenda  se confeccionaba con distintos tejidos uno para el anverso y otro para el reverso, por ejemplo mantillas de raso forradas de tafetán incluso de colores diferentes. Para sujetarla se usaban frecuentemente broches de plata. Las damas con posibles tenían varias mantillas, y aunque nos parezca sorprendente, los colores de moda en la época eran intensos. Entre los más comunes estaban los llamados carmesí, color de fuego, encarnado, color de ámbar y el verde. El efecto de las mujeres luciendo mantillas de tan vivos colores debía ser de lo más llamativo. A mediados del siglo XVIII se impusieron los tonos pastel, típicos del Rococó como el rosa o el celeste y hacia 1790 se comenzó a tender hacia el blanco o el negro, siendo  la muselina, tela de algodón muy liviana que provenía de La India, la gran protagonista.


    Para enriquecer  la mantilla normalmente se guarnecía  con encajes blancos o negros por lo que  su precio se disparaba ya que la labor de los bolillos se realizaba exclusivamente a mano. Durante el siglo XVIII se produjo la gran eclosión del encaje, fue una moda que causó furor siendo los más apreciados las blondas francesas y los de Bruselas aunque también en España se elaboraban de gran calidad, sobre todo en Valencia y Cataluña. No solamente se guarnecían las mantillas con encaje sino también con hilo de plata o con galón de oro. Las más económicas que se han encontrado en las cartas de dote eran las de bayeta, su precio podía rondar los 10 reales, las de raso o seda estaban entre  los 60  y 200 reales, pero sin duda las más caras eran las de encaje de blonda francés, por ejemplo una mantilla de gasa negra a rayas guarnecida con blondas anchas de Francia costó 895 reales, una cifra verdaderamente elevada.


    La mantilla española alcanzó su cenit en el siglo XIX potenciado por la predilección de Isabel II de España hacia ella, muy aficionada al uso de tocados, encajes y diademas, quien populariza finalmente su uso, contagiando a todas las mujeres que la rodeaban. Las damas cortesanas y de altos estratos sociales comienzan a utilizar esta prenda en diversos actos sociales, lo que contribuye a darle un toque distinguido, tal y como ha llegado hasta nuestros días. A partir de 1868 el uso de la mantilla se abandonó en algunos lugares. No obstante, en Sevilla y otras ciudades de Andalucía continuó gozando de gran predilección. Algo que también ocurrió en Madrid, donde el empleo de la mantilla estaba tan arraigado a las costumbres, que las damas de la nobleza madrileña la convirtieron en símbolo de su descontento durante el reinado de Amadeo de Saboya y su esposa María Victoria. El rechazo hacia dichos monarcas, fue protagonizado por las mujeres de la aristocracia, que se manifestaron por las calles madrileñas llevando, en lugar de sombreros, la clásica mantilla y peineta española. Un hecho que pasó a la historia como "La conspiración de las mantillas".


    En el Romanticismo se impuso la mantilla blanca o negra y exclusivamente de encaje, también se extendió el uso de la peineta ya que las señoras se veían más favorecidas con ella. La reina Isabel II las lucía con frecuencia, al igual que la aristócrata española Doña  Eugenia de Montijo, que llevó esta costumbre a Francia al casarse con el emperador Napoleón III en 1853. Paulatinamente el uso de este atavío fue decayendo ya que  las damas de clase alta la sustituyeron por el sombrero, moda que acabó generalizándose. Aún así, las españolas han ido a misa con velo o mantilla siempre negro, hasta la década de los cincuenta del siglo XX aproximadamente.


    En el siglo XX en Andalucía, y en concreto en Sevilla, la mantilla usada como prenda cotidiana para pasear por las tardes se fue desarraigando de las costumbres femeninas. Únicamente en el primer tercio del siglo las mujeres utilizaban para ir a misa pequeñas mantillas, conocidas por toquitas y media luna. De esta manera, el uso de la mantilla fue quedando relegado a ciertas conmemoraciones y actos, y muy especialmente para la Semana Santa. Especialmente el Jueves y el Viernes Santo,  era tradicional que las damas se vistieran de negro portando sus mejores galas: peineta de carey sobre la cual se ponían la mantilla negra de encaje, que se lucían acompañando a las procesiones y visitando los Sagrarios de la ciudad. Hasta mediados de siglo esta tradición se mantuvo fielmente de madres a hijas. En algunas casas sevillanas de un cierto rango social se vestían todas las mujeres de la familia, e incluso tenían siempre en reserva una mantilla por si llegaban invitadas de fuera de la ciudad. Hubo unas décadas en las que esta costumbre pareció decaer, pero actualmente la tradición de vestirse de mantilla en Semana Santa vuelve a tomar auge.


    La famosa Feria de Abril de Sevilla, así como la de otros muchos pueblos, era también la oportunidad de muchas mujeres para ponerse la mantilla, aunque en este caso se lucía de encaje blanco. Esta costumbre perduró con fuerza hasta el primer tercio del siglo XX. Luego, poco a poco, la mujer se fue despojando de esta prenda tan frágil para tales ambientes festivos, ya que la delicadeza del encaje imponía un cuidado especial que la incomodaba para bailar y divertirse. También la fiesta nacional de los toros ha estado siempre muy ligada a esta prenda, ya que las mujeres acudían engalanadas con sus mantillas blancas a las plazas de toros. Aunque no es tan frecuente como años atrás, actualmente siguen viéndose los coches de caballos llevando a la plaza grupos de mujeres con sus mantillas blancas de encaje, que lucen con gracia en los tendidos.

    En la actualidad es un atavío que ha quedado restringido a ocasiones especiales, pero hasta comienzos del siglo XX  era una pieza básica en el ajuar de cualquier mujer española, que al menos tenía una. Básicamente, su uso ha quedado restringido a determinados eventos como procesiones de Semana Santa, ofrendas de flores en fiestas, bodas de gala o la fiesta de los toros. Un hecho curioso es la dispensa papal por la que solamente las reinas de España pueden visitar al Santo Padre enteramente vestidas de blanco incluyendo la mantilla.


Diversos tipos de mantillas: 

    El encaje, por su belleza, arraigó pronto en los gustos y modas del siglo XVI, tanto en las masculinas como en las femeninas. Posteriormente, la mujer pasó a ser su principal consumidora, usándolos tanto para ropa de casa, ropa interior, vestimenta y accesorios. Una de las principales aplicaciones del encaje fue la mantilla. De los numerosos tipos de encajes, los más genuinos para las mantillas son los de bolillos, y entre ellos los de Blonda y de Chantilly.

  • El encaje de Blonda se elabora con dos tipos de seda (retorcida y mate para hacer el tul del fondo y brillante y lasa para los dibujos), y se caracteriza por los motivos grandes de tipo floral, especialmente por los bordes con amplias ondas, llamadas puntas de castañuela. Dados sus magníficos contrastes y el peso del mismo, resulta de una gran elegancia, adaptándose tanto a la mantilla blanca como a la negra.


  • El encaje de Chantilly se llama así porque el origen de su fabricación fue en esta pequeña ciudad francesa. Sus diseños son de carácter vegetal, y presentan abundancia de hojas, flores, escudetes y guirnaldas. El Chantilly es un encaje más etéreo que la Blonda, y se considera más elegante para la mantilla negra. 


  • Un tercer tipo de mantillas es el de tul bordado. Aunque vulgarmente a estas mantillas se las califica como de encaje, hay que aclarar que únicamente su fondo de tul se incluiría dentro del encaje, pero no así su ornamentación, ya que los motivos se van bordando a mano imitando los motivos decorativos del Chantilly y la Blonda. 


    En definitiva, este adorno ha pervivido a través de los siglos como un signo de identidad de lo español frente a las modas extranjeras,  y Sevilla en particular ha contribuido en gran manera al mantenimiento de esta singular y emblemática  tradición.